martes, 18 de julio de 2017

MELANCOLÍA MILLENIAL

El romanticismo como época había quedado atrás, pero lo romántico como actitud se resistía (y se resiste) a desaparecer ante la apabullante presencia que iba adquiriendo la nueva sociedad del trabajo y la utilidad. Es más, después de la época dorada del romanticismo de 1800, lo romántico como actitud siempre ha querido apropiarse de las llaves del paraíso en la tierra, la gran promesa revolucionaria, que no solo bajó el cielo a la tierra, sino que también trastornó toda la acumulación de emociones que había supuesto esa distancia desde que el ser humano se estremeció por primera vez, pongamos, ante el ruido del trueno que allá en lo alto encima de su cabeza a una distancia incalculable, oyó breves segundos después del fulgor del relámpago, igualmente para el inopinado. Esa distancia era de las mismas proporciones y sustancia que la del misterio que envolvió la vida de los hombres y mujeres durante millones de años. De repente, en un breve lapsus de tiempo, 75 años más o menos, todo era trabajo y utilidad, todo era felicidad y progreso. Un hermoso cuento para una época hermosa como nunca antes había vivido la gloriosa humanidad, si nos atenemos a como la describía Strauss en la entrada anterior. Un cuento desprovisto del misterio, alrededor del cual siempre se habían organizado los cuentos de las épocas anteriores, incluso la de la época propia del romanticismo de 1800, inmediatamente anterior a la del trabajo y la utilidad, la de la felicidad y el progreso. Cierto que este cuento, digamos, del empirismo utilitarista es un cuento demasiado perfecto para una especie tan imperfecta como la especie humana. Esa es la queja principal de la censura romántica a tanta felicidad. Pero esa es la función de los cuentos humanos, proporcionarnos lo que nos falta. No ha sido otro el porqué los seres humanos cuentan y oyen cuentos. Cierto, dicen los románticos de actitud. Lo que de este asunto los saca literalmente de quicio es la manera en que se ha desarrollado esta necesidad inaplazable de contar. En la misma proporción que el cuento empírico utilitarista nos ha ido contando que lo que vemos en el cielo, dejado de la mano de Dios, se expande a su libre albedrío, lo que nos contamos los hombres y mujeres en la tierra, también dejados de las manos de Dios, se encoge en similar proporción y albedrío otorgando carta de naturaleza cabal a esa intimidad que tanto atesoramos, pues como ya he dicho es donde se aloja la verdad de uno mismo. Hasta el punto de que, gracias al cuento de la digitalización de la existencia, último capítulo, hasta ahora, de la Gran Novela por entregas en que se ha convertido aquel cuento inicial empírico utilitarista que he mencionado antes, toda la exterioridad se ha interiorizado hasta hacerse verdad íntima. Todos los cuentos del mundo están dentro de un teléfono móvil al que tienes acceso las veces que quieras durante las veinticuatro horas al día. Estadísticas de última hora hablan de que un millenials se conecta a su móvil una media de ciento cincuenta veces al día. 

Esa es la flecha que señala el rumbo del nuevo mundo. Una flecha que ya no está en el aire, ni parte de muy atrás, ni es anterior a nosotros, ni se hunde en la oscuridad mucho antes de caer, ni cruza el espacio - donde siempre la vieron los románticos de 1800 -, igual que el camino que antes nosotros recorríamos y llamábamos vida, cuando el cielo era imaginable, no medible, desde la tierra. Nada de eso ocurre en este nuevo cuento que se aloja en el fondo hermético de esta nueva individualidad digital, dueña en su intimidad de todas las exterioridades. En verdad no se sabe lo que ahí dentro ocurre. Contra el pronóstico del cuento empírico utilitarista, esa intimidad atiborrrada de exterioridad vía digital se ha hecho asocial, risueñamente asocial y sospechosamente infeliz, entendiendo por asocial ni comunicable ni transmisible, entendiendo por infeliz no poder conocer el mundo, es decir, al otro y lo otro. Lo cual no deja de ser una curiosa y paradójica asimetría, que rompe, a su vez, todos los esquemas estético-morales de los románticos de actitud. Por un lado los cuentos exteriores que deglute sin parar esa intimidad digital insaciable, y, por otro, lo que hace con ellos la intimidad misma. Por un lado su estómago y por otro la  digestión a que lo somete. Te recomiendo que para que pongas las imágenes que mejor le sientan a esto que digo, veas, o vuelvas a ver, la película de Lars von Trier, Melancolía.  Un planeta que viene hacia nosotros como efecto boomerang de la complicidad que se ha establecido, sin que los románticos de actitud se hayan dado cuenta, entre la expansión arbitraria del universo y la apropiación, igualmente arbitraria, por parte de la intimidad digital reinante de toda la exterioridad realmente existente