“Los muertos iluminan la ruta de los vivos. Por eso leemos: para que se inflame una antorcha. Bajo su luz escribimos”. Parece un frase escrita por cualquiera de los escritores románticos de 1800. Sin embargo, no es así. La frase es del escritor mexicano Antonio Ortuño, que acaba de publicar su libro de cuentos, “La vaga ambición”, en los que cuenta la dificultad que tiene el protagonista para abrirse camino, como escritor, en un mundo en el que la estrechez de miras ha convertido lo ordinario en realmente ordinario. Durante largo tiempo el misterio no necesitó ninguna defensa especial. Cuando la investigación empírica de la realidad externa no estaba tan desarrollada todavía, los hombres y las mujeres se hallaban envueltos en lo inexplicable, lo oscuro y numinoso.
El misterio que todavía rodeaba el mundo de los románticos de 1800 los impulsaba a poner en marcha el prodigioso ejercicio de salir de sí mismos. A hacer desembocar las tensiones de su conciencia en lo desconocido, ofreciendo a la fuerza mercenaria con que todavía los sometía la naturaleza, una resistencia creativa que hacía aflorar la “mina de diamantes de nuestro interior”. Este es, a mi entender, lo mejor del legado de los románticos de 1800.
Hoy la fuerza mercenaria se ha desplazado de la naturaleza al apabullante presencia de la tecnología, que ha conseguido al fin el logro que la animó secretamente desde la invención de la rueda, dominar a aquella de forma absoluta. En esta inversión de papeles hemos perdido la referencia de la naturaleza como amenaza pasando a “lo terrestre que ha de consumirse” y la referencia del cielo como lugar de trascendencia respecto a esa voluntad consumista cada vez más imperiosa. También la figura de Dios en ese cielo dejó de ser, no un mito como trató de imponernos la superstición religiosa, sino un lugar y una llamada, desapareciendo también, bajo el huracán tecnológico, algo imprescindible para toda voluntad trascendente: ¿qué y cómo se piensa en ese lugar? ¿Qué y cómo se piensa en ese lugar que no es el habitual donde habitamos o dónde tenemos puestos los pies? Desaparecieron el lugar y la llamada de la imaginación creadora. Y con ellos desaparecieron, su hermosura y su bondad, su densidad, su autoridad, su capacidad de conexión, conclusión, resolución, percepción, variedad, grandeza, en fin, desapareció el valor de su misterio.
Nada es tan aburrido en la totalitaria actualidad presente como, estando firmemente radicado cómo estás en internet, tener que atender a toda mirada o a toda palabra que aparezca en alguna de las pantallas que manejas. Nada hay nada más indigno y, ya puestos, tan indignante, como tener la obligación de decir algo sobre nada o posar ante alguien que es, en su reflexividad icónica, tu mismo. Nada hay más estéril que acoplar toda la esperanza de tu existencia a una forma de conocimiento que se circunscribe a cruzar de forma intermitente datos y algoritmos. Sin cielo y sin naturaleza, abrumado por las pérdidas y las deudas, sin misterio, o lo que es lo mismo, incapaz de dar sentido a lo ordinario, de dar a lo conocido la dignidad propia de lo desconocido y apariencia infinita a tu consciente mortalidad - tal y como nos enseñó Novalis -, hoy solo te queda progresar hacia ti mismo, es decir, resistir creativamente en casa (pensar), antes de embarcarte hacia el progreso verdadero de tener la oportunidad de ver reflejado lo mejor de ti mismo en el otro y lo otro (pensar en compañía). Nada de lo cual se encuentra en los agónicos saraos que el estado y sus cuates te organizan, a beneficio o cataplasma de tu aburrimiento e indigna indignación. Lo que tú lo vives, ingenuamente, como una certificación oficial de tu inmortalidad. Mira que te lo tengo dicho.