viernes, 14 de julio de 2017

DESMESURA Y MANSEDUMBRE

¿Qué público tenía Wagner en la cabeza, que no lo tenía delante de las narices, que fuera capaz de entender el Arte Total que estaba proponiendo en esos momentos? ¿Tipos como tú y como yo? ¿Por qué no los judíos contemporáneos suyos? Tipos talentosos donde yo los viera, no solo con el manejo del dinero sino también con las ideas? Su formación intelectual era (y es) imbatible. ¿Los creía Wagner débiles y, por tanto, incapaces de entender el Arte Total que había construido? ¿Esa concepción del arte estaba preludiando, pocos años después, el breve cuento del judío Kafka, Ante la ley? ¿Como se está en mejores condiciones de aprehender y aprender de la vida, fuera o dentro de la Ley, fuera o dentro del Arte Total?

Todo parece indicar que la prudencia había desaparecido del horizonte social y político en aquel año de 1876, en el que Wagner inauguró el teatro de Bayreuth, donde representó durante cuatros días su otra magna, el anillo de los nibelungos. “Es la primera vuelta al mundo en el reino del arte. Con lo cual, según parece, no sólo se ha descubierto el nuevo arte, sino también el arte mismo”. Escribió en la cuarta Consideración Intempestiva, Friedrich Nietzsche, a la sazón el amigo incondicional de Wagner, al comentar el acto en el que estuvo presente y en el que se puso la primera piedra del futuro teatro de Bayreuth. ¿En que medida el teatro de Bayreuth, y lo que sucedió dentro, fue el dispositivo que correspondió a la fe inquebrantable de la época en la revolución que iba a traer El Progreso Definitivo de la Humanidad, como la explicación de la Trinidad lo fue para la fe inquebrantable en la idea totalizadora y totalizante de Dios de los creyentes de la Edad Media, o como lo es la fe incuestionable del teléfono móvil para los millenials en la nuestra? Épocas todas caracterizadas por la desmesura de lo humano en general y, en proporción directa para que aquella sea posible, por la mansedumbre de todos y cada uno de los seres humanos en particular. Siguiendo a Giorgio Agamben, el dispositivo es el “cacharro final”, o la terminal, que se pone a servicio de una previa red enmarañada de discursos, instituciones, leyes, proposiciones, intenciones que incluye una función estratégica concreta, con el resultado del establecimiento de relaciones entre el saber y el poder. Es decir, es la forma en que se establece el poder, en un modo que va más allá de la simple autoridad, que, como bien sabes, es algo que hay que ganarse, desde el aula o el hogar, hasta las más altas magistraturas del estado. Los dispositivos, por tanto, no sólo restringen nuestra intimidad sino que la vigilan y la determinan. Quien ose criticar o poner en duda los límites de su área de influencia, queda automáticamente excluido de la Historia del Progreso y de la Humanidad a ella pegada, como lo está la nariz a la cara. Los dispositivos llevan todos incluidos en su seno una perversión amistosa. Todos aman al pueblo, al público, a la gente, a la clientela, etc., dándoles a esos entes lo que quieren ver y oír en cada momento, pero, al mismo tiempo, alteran o destrozan la visión de la verdad que cada ser humano debe de tener de sí mismo. Convirtiéndolo en un manso indignado de por vida.