Presta un momento tu atención a lo que decía uno de los predicadores del siglo XIX en Alemania, Friedrich Strauss, a cuenta de la sociedad que inauguraba una forma de felicidad a base de la nueva cultura del trabajo y la utilidad. Puede resumirse así, tal y como lo registra Rudiger Safranski en su libro, Romanticismo. "Hay muchas razones para estar contentos con la actualidad y sus logros: el tren, las vacunas preventivas, los altos hornos, la crítica de la Biblia, la fundación del imperio, los abonos químicos, los periódicos, el correo. ¿Por qué escapar a la rica realidad y refugiarse en la metafísica y la religión? Cuando la física aprende a volar, los pilotos de la metafísica acaban estrellándose y tienen que aprender a conformarse con vivir decentemente en tierra firme. Se exige sentido de la realidad; y ese sentido producirá las obras prodigiosas del futuro. Tampoco hay que dejarse engañar por el arte. Éste, prudentemente dosificado, es útil y bueno, e incluso indispensable. Precisamente porque nuestro mundo se ha convertido en una gran máquina, puede afirmarse también: no solo se mueven en el ruedas despiadadas, también se le pone aceite al lubricante. Ese lubricante es el arte”.
Sin embargo, la tradición de la censura romántica de ese público, o esa gente, o esa audiencia, que estaba destinada a sostener esa nueva sociedad, se da también en Nietzsche, contemporáneo de Strauss. Paradójicamente, no puede dejar de atisbar detrás de todo ese entusiasmo finisecular una manera de ocultar su falta de fuerza vital. “Imaginémonos una cultura que no tiene un firme y sagrado puesto originario, sino que está condenada a agotar todas las posibilidades y alimentarse miserablemente de todas las culturas, ¡eso es precisamente el presente! (…) ¿Hacia donde apunta la monstruosa necesidad histórica de la insatisfecha cultura moderna, su congregar en torno a sí numerosas otras culturas, el devorador querer conocer, sino a la pérdida del mito, a la pérdida de la patria mítica, del mítico suelo materno?”
Años antes la filosofía de Hegel había dejado el camino abierto: todo lo racional es real y todo lo real es racional. De donde, poniendo al día el pensamiento hegeliano y para que ese entusiasmo decimonónico no decaiga en el siglo XXI, hoy se podría decir sin sonrojo: todo lo digital es real y todo lo real es digital. Pero hay una diferencia y, como no, un nuevo peligro. La distorsión de los sentimientos en su relación con esa nueva concepción del tiempo que tiene lo digital y de la que carecía lo analógico. Una imagen coloquial para entendernos, la diferencia que hay entre son las cinco de la tarde y dos minutos, y doce segundos de hoy, frente a son las cinco de la tarde más o menos de ayer. Como si lo digital hubiera absorbido a la censura romántica del público.