lunes, 10 de julio de 2017

EL VERDADERO MEDIO

Hay una cita sociológica, ahora no me acuerdo de su autor, que siempre me ha impresionado por la precisión con que define lo que mueve la vida de la clase media que sustenta la sociedad del bienestar, que vino después de las grandes catástrofes de matriz romántica que tuvieron lugar durante la primera mitad del siglo XX. La frase en cuestión dice así: lo que mueve hoy la vida de la mayoría de los ciudadanos es una dinámica social permanente que los hace estar, dicen que felices, siempre en el mismo sitio. Años más tarde de escuchar esta frase en la universidad, le oí decir a Alexander Kluge en una entrevista la definición más estremecedora de esa clase media que se mueve sin parar en el círculo de sus cada vez más coloristas y estruendosas costumbres, el escritor y cineasta alemán nos define como pensionistas del mal. 

¿Lo importante para ti ha sido la familia, o el amor a la sabiduría? Lo importante es la amistad entre las almas que se desprende de ese amor a la sabiduría, que corre paralela, no al margen, de las contingencias sociales y personales de la corporación familiar actual. Tan moderna en sus ademanes externos, pero tan feudal en su espíritu oculto. Somos un equipo, ¿no?, escuché decir en una película, una vez más, a una hija mientras se dirigía a su padre en un momento de crisis en su relación paterno filial. Yo nunca he tenido una familia, se lamentaba amargamente otro de los protagonistas, el malo para entendernos, cuando descubren que ha sido el asesino del marido de su amante, con la que se disponía a formar una familia.  Somos una piña, somos un clan, somos una tribu, en fin, somos nosotros, enfrente de los otros, quienes no necesitamos del amor a la sabiduría para estar juntos, ¿no?  Quienes no necesitamos la comprensión de la vida - propia y ajena, individual y colectiva, presente y pasada-, de nuestra vida y de las que nos precedieron. Quienes podemos ignorar olímpicamente esa comprensión que nos hace sentir que somos, que estamos aquí, que en este momento estamos vivos, esa comprensión a la que Aristóteles llamó la felicidad.

¿No fueron las grandes catástrofes, que antes he aludido, el final aciago de una asunto interno entre corporaciones familiares feudales, que acabó por ensangrentar al mundo contemporáneo? Una lucha por el predominio de las dos grandes familias totalitarias, nazismo y comunismo, en que desembocaron la perversión de los ideales románticos de 1800: aspirar a alcanzar lo infinito dentro de lo finito. O dicho con el espíritu de aquellas palabras fundacionales: no desviarse nunca del verdadero medio, que llevamos también con nosotros - al igual que los que se mueven eternamente en la noria de sus amados hábitos - pero que imaginamos en las rutas excéntricas del entusiasmo y de la energía. 

Hacia el final de la novela de Doktor Faustus, de Thomas Mann, el lector se encuentra con una escena que representa esto que digo. Andreas Leverkun le confiesa a su amigo, entregado admirador de su talento y narrador del relato, que el objetivo principal que tiene al dedicarse a la música con tanto empeño es "asesinar" a Beethoven. Es decir, que su música haga innecesaria, hasta el olvido, a la de su compatriota y maestro. Después de sobreponerme, junto con el Narrador, al impacto emocional e intelectual de semejante confesión, logré entender,  no sin esfuerzo, el peligro que llevaba dentro el ideal romántico, alma de la modernidad occidental, al  tratar de alcanzar la eternidad dentro de los límites de lo finito de nuestras vidas. El nihilismo autoreferencial millenials, que es nieto de Leverkun, y que ha surgido de quienes administraron las cenizas de aquella colosal catástrofe que vino a continuación de su asesina declaración de intenciones, es antes una reacción reactiva y reaccionaria - fruto del olvido radical que preconizaba su inventor - que creativa. 


Fíjate que aunque haya fracasado, debido a su asesina desmesura, no significa que la mirada trascendente, en su justa proporción o verdadero medio, no siga interpelando a las vidas de los desconcertados seres humanos actuales. La mejor prueba de lo que digo es lo que da de sí la mirada autoreferencial y sabelotodo, atrapada en un maraña de pantallas sin fin. Cierto que hoy es muy difícil creer - después de las grandes catástrofes que lo asolaron en el siglo pasado y en el inicio de éste - que el mundo pueda ir a algún lugar que valga realmente la pena. Pero es igualmente cierto que si abolimos todas las distancias que pueda haber fuera de nuestro espacio de confort (dinámica social permanente para estar siempre en el mismo sitio), a fuerza de estar todo el día mirándonos el ombligo digital - en eso consiste la conducta autoreferencial sabelotodo - seremos nosotros los que acabaremos por no ir a ninguna parte. En mantener a toda cosa en nuestro imaginario aquellas distancias "infinitas", encuentra en el hoy desquiciado su razón de ser la conducta trascendente. No creo que haya que convertirse en un "asesino", o perseverar en ser un pensionista banal de aquellos males horrendos, para alcanzar tales propósitos trascendentes.