Tener conciencia del tiempo, es decir, que el tiempo pasa y que el tiempo se acaba, en una naturaleza humana que se presenta como un organismo inacabado, de forma conjunta significa en si la experiencia más radical del dolor. Esa experiencia se concibe en la cultura occidental como la base de todo nuestro aprendizaje. Ya ves. La renuncia consciente a ese aprendizaje - el famoso e inquietante “preferiría no hacerlo” de Bartleby - dejándolo todo en manos de la mal llamada inteligencia artificial, es el punto de ignición de ese sentimiento, que en su fase culminante es abrasador y arrasador, y que tan bien representa en su escena final la película Melancolía, que ayer mencionaba. Por no querer enfrentarnos a esa clase de mal que es el aprendizaje, que en su fase más aguda intuimos es la curiosidad por iniciativa propia, por no querer tener trato con ningún tipo de sufrimiento ya que a este mundo no hemos venido a aprender sino a ser felices, la generación de los millenials con sus progenitores y profesores al frente - la primera generación que ha tenido los bemoles de cambiar él rótulo “Sapere Aude” en los frontispicios de hogares, escuelas, institutos y universidades, por el de “Tu Puedes Ser Feliz No Estás Solo” -, han decidido inmolarse en esa melancolía conjunta que deviene al hacer coincidir sus sentimientos en una terminal digital inodora e insípida. Todos ahí uniformados bajo la correcta tutela del mismo matrix, dan la bienvenida en sus pantallas a lo que va sucediendo en el mundo. Nadie entre los adultos de esa tropa tiene la menor necesidad de incrementar las exigencias y los referentes culturales de sus jóvenes y adolescentes. El resultado es la constitución de un campo de nostalgias común alrededor de las pantallas individuales, tan atrayente que los más jóvenes simulan sin el mayor esfuerzo emociones que no han sentido, y los más viejos creen así volver a recuperar el tiempo perdido. Todos contentos y juntos alrededor de esa edad juvenil de los divinos tesoros. La convivencia saludable y sostenible ha expulsado de los hogares y de las aulas al aprendizaje doloroso y exigente.
En pocos años, la mayeútica griega, que se ha postulado siempre, a trancas y barrancas, contra el aprendizaje humano, pues en su fase más laxa, que coincide con la oficial en cada momento, adolece históricamente de roña y de pereza, ha desaparecido de los diseños curriculares educativos y de las prácticas habituales en las familias. Como una partera, Sócrates, el gran divulgador de mayeútica griega, lleva a cabo tres funciones fundamentales: despierta y apacigua los dolores del parto, conduce bien los partos difíciles y provoca, si es necesario, el aborto; el proceso es doloroso debido a las “crueles” interrogantes del método socrático, pero esto desencadena la iluminación, donde la verdad parte desde el mismo individuo. La técnica consiste en preguntar al interlocutor acerca de algo (un problema, por ejemplo) y luego se procede a debatir la respuesta dada por medio del establecimiento de conceptos generales. El debate lleva al interlocutor a un concepto nuevo desarrollado a partir del anterior.
Como puedes deducir la tropa de los millenials está a años luz del antiguo planeta griego, echándose encima con su actitud al planeta Melancolía, que se adentra así en sus hogares y sus aulas de forma inquietantemente aniquiladora. Pues todos convierten en digital sobre las pantallas lo que el día a día les vierte en crudo cada una de sus vidas. No hay ser humano que así cien años dure, sin pagar el alto precio de dejar de ser el ser humano tal y como hasta ahora lo conocíamos. Repito, con conciencia del tiempo y dueño de una naturaleza inacabada. Hasta donde yo sé las prótesis no pueden sustituir al original, sino únicamente este paliar su ausencia, que sigue siendo ahí. Dicho con otras palabras, la vida que posees nunca puede sustituir al mundo que heredas, sino es a costa de quemar tu propiedad y la de los que tienes al lado. Lo que más me dolió de la escena final de la película Melancolía fue que la forma de vida que representan sus padres y su tía se llevaran por delante la vida incipiente de su hijo y su sobrino, un niño de ocho años, el único inocente de aquel fatal delirio de adultos. Sin darle la oportunidad, como ha sido hasta ahora, de poder contarlo. Me pregunto, entonces, ¿qué podrán contar los jóvenes millinials de sus adultos millenials, y al revés, si todos forman parte de una cofradía digital de nostalgias comunes, sin distancia ni misterios, sin conciencia del tiempo ni de tener una naturaleza imperfecta, sobre una pantalla indolora e insípida? Ya lo advirtió Nietzsche, según apunta Safranski en Romanticismo, cuando criticó al romanticismo, de nuevo de matriz cristiana, en que se habían convertido las óperas de Wagner y la vida de su camarilla de seguidores anuales a las ceremonias de los festivales de Bayreuth, antecedente inmediato de los festivales de música que hoy se extienden por todo el continente feliz europeo. “Nietzsche se ríe de una voluntad de verdad que hace el ridículo una y otra vez ante la necesidad que la vida tiene de ‘apariencia, arte, engaño, óptica, perspectiva y error’. Nietzsche se ríe del autoengaño idealista de un arte de consuelo metafísico. No se burla de él por la apariencia, sino por la falsa fe en la apariencia. No critica que nos hagamos el traje a nuestra medida, critica que nos creamos lo que hemos producido, o sea, que olvidemos que nos hemos hecho el traje a nuestra medida. La vida, por supuesto, tiene que producir sus valores y perspectivas, pero no ha de falsificarlos convirtiéndolos en verdades eternas (…) No objeta nada contra la imaginación; exige solamente que seamos soberanos de nuestra fuerza configuradora. Tampoco tiene nada contra el mito, siempre que confesemos que somos sus creadores. Solo es autoengaño la voluntad inconfesable de apariencia y engaño. La voluntad de apariencia y engaño, si la confesamos y tomamos bajo nuestra dirección consciente, se convierte en un elemento de elevación de la vida”.