martes, 2 de mayo de 2017

LA FELICIDAD

Es cierto que no se puede jugar con la idea de felicidad de nuestra época, ni de cualquier época, pues constituye una religión o un credo que no deja nada que desear. Es una religión, esta de la felicidad moderna, que como todas las religiones tiene sus predicadores y sus Biblias, mediante los que se apropia del sentido común que sabe, mejor dicho, que no puede dejar de saber, aunque no lo reconozca y a pesar de los sermones de aquellos predicadores y de aquellas Biblias, que los humanos somos seres limitados y mortales. Y, por tanto, que la felicidad auténtica, sea la de ayer o la de hoy, no puede dejar de contar con el concurso de la mortalidad y todos sus emisarios. Esto tampoco podemos dejar de saberlo.

Para entendernos, el yo moderno concibe su felicidad como un supermercado o gran superficie universal, que no depende para el mantenimiento de su oferta ni de sus eventuales anomalías, de ninguna ayuda exterior que no esté controlada y comprada por él mismo. Así lo cree él. La felicidad existe y está ahí, y ahí todo el mundo puede penetrar y servirse la significación de sus productos a la carta. Sin embargo, esta conciencia moderna, general y extensa, sobre la idea de ser feliz a toda costa, no puede evitar verse acompañada de la sombra inquietante que arrastra su duración efímera. Los modernos, tu y yo, queremos ser felices, cierto, pero igualmente sabemos que la felicidad se nos escurre entre las manos antes de que podamos llegar a saborearla con intensidad. A duras penas, sobrepasadas las puertas del supermercado, ya nos sentimos infelices una vez más. Y vuelta a empezar. ¡Qué cansancio y qué aburrimiento!

No se trata de ponerse a discutirle al Yo Moderno, altivo y auto suficiente, lo que tiene que hacer para ser feliz, y cómo llevarlo cabo. Dios me guarde de semejante insensatez. Se trata, muy al contrario y si todavía es posible, de pensar la felicidad dentro de los términos de autenticidad que antes he mencionado. De otra manera, la felicidad humana solo es concebible si se contempla la vida humana en toda su plenitud, de la que no puede excluirse, pues sería engañoso y falso, el hecho determinante de su inevitable acabamiento. Ya ves.