El otro día le escuché decir a un profesor de instituto que leer le aliviaba del horror que le producía lo que hay, y, de inmediato, me entraron ganas de abrir un "Aula de Formación de Lectores". Sentí sus palabras como una amenaza que me hicieron protegerme la cabeza con las dos manos y el corazón con la barbilla, como cuando se acerca un tipo sospechoso que te quiere birlar la cartera, o como cuando alguien te amenaza con un ladrillo en la mano. Algo me querían robar, o me querían hacer daño, las palabras de aquel atribulado docente. El estupor, en mi caso no lo acabo de entender todavía, no sé si me vino por el alivio que la lectura le producía al profesor o por lo que él denominaba "lo que hay". Pues, si te fijas con atención, hemos de convenir que en ese "lo que hay" entra todo y todos. El profesor y su alivio, el libro y su lectura, el horror que le produce al profesor "lo que hay", el horror que le produce a "lo que hay" (entre lo que me encuentro, pues no soy un personaje literario candidato a aliviar al profesor) la forma de aliviarse que tiene el profesor. En fin, ¿que culpa tienen la lectura y la escritura de tantos horrores y sus alivios? Uno se horroriza con las cosas más inesperadas y se alivia como puede o como le dejan. Y tampoco conviene olvidar lo que ya sabemos, que el peor horror es uno mismo. Lo que quiero decir es que uno debería leer y escribir, no para aliviarse de nada o de todo, sino para entender algo de algo. Que no es no es poco, para lo que nosotros somos. Es decir, debería leer y escribir para aprender, si quieres, por seguir con las palabras del honorable profesor, sobre horrores y alivios. No me refiero, claro está, a los que conocemos y hemos convertido en tópicos o lugares comunes, sino a esos horrores que desconocemos junto con los abismos donde se esconden y los alivios con los que nos gustaría desprendernos de todos ellos, y que nos afectan a todos desde el principio de los tiempos. En fin, uno debería leer y escribir para adentrarse en el misterio de la vida. Y durar ahí durante esa inusual experiencia. Y luego contarlo a los otros, cuando uno vuelva al lado empírico o pragmático de esa misma vida, que es donde pasamos la mayor parte del tiempo afanados en sobrevivir. Pragmatismo que tendemos a confundirlo como la única variante de nuestra existencia. Aquí resida, tal vez, la debilidad, o la falta de consistencia, de las palabras del profesor anteriormente aludidas. Y, en la misma proporción, la utopía - o distopia, según la mires - que supone imaginar hoy un Aula de Formación de Lectores. Y es que, como dice Constantino Bértolo en "la cena de los notables", cabe pensar el origen de la lectura y la escritura como actos sagrados. Que los distintos poderes a lo largo de la historia hayan tratado siempre de desfigurar ese origen, hasta hacerlo irreconocible, no debería, precisamente hoy donde esa caricaturización ha alcanzado las más altas cotas de lo grotesco, hacernos perder la memoria. Pues las palabras que dieron forma y contenido a las historias de sus dueños, por encima del espacio y el tiempo con que todo poder acota los movimientos de nuestras vidas, fueron creadas para dar honra, voz y cobijo a la memoria de quienes las pronunciaron o las dejaron por escrito sobre un pergamino pintarrajeado o una tablilla con incisiones. ¿Cómo se puede abrir en la actualidad un Aula de Formación con lectores, todos alfabetizados e informados, cierto, pero, a su vez, perfectamente desmemoriados y laicos, y ajenos, por tanto, al origen sagrado de la lectura y la escritura, y a la influencia que ese origen tiene sobre las palabras que usamos en nuestro presente? ¿Cómo se puede formar en la lectura y la escritura, así entendidas, a quienes siguen inmersos hasta las trancas en la creencia del Progreso como único motor y horizonte del mundo? Las palabras para estos "progresistas" sólo sirven como gasolina de ese único motor y su destino, o como alivio coyuntural - este sería el caso del eminente profesor - ante su escasez o defecto. En ningún caso, las palabras les servirán para dar honra, voz y cobijo a la memoria universal, o anima mundi en palabras de Aristóteles, ya que esta humilde señora no ha sido invitada a la gran aventura y festín final de aquel Poderoso y Gran Señor Actual.