lunes, 8 de mayo de 2017

LAS PIERNAS

El otro día acompañé a mi padre a la consulta del ambulatorio del barrio para la revisión semestral, y el doctor le dijo que todo iba bien, lo único que debía hacer era andar más, le recomendó al despedirnos. Antes de que entrara el siguiente paciente, mi padre se descolgó de mi brazo en el que se apoyaba y se dirigió por sus pasos a la puerta por donde había salido, a continuación tocó con los nudillos de la mano derecha. Adelante, contestó el doctor. Mi padre abrió la puerta y dijo, doctor, me ha dicho que ande pero no me ha dicho hacia donde. Desde fuera oí que el doctor le dijo que era igual el sitio a donde fuera, lo importante era que andara, que diera los pasos requeridos para mantener una actitud vital saludable. Y cuantos son doctor, dijo mi padre. 10000 pasos al día, usted salga de casa y póngase a caminar. Piense que un kilómetro son aproximadamente 1000 pasos. Vaya por donde vaya y hacia dónde vaya, preguntó mi padre. Si, dijo el doctor, el sitio y la dirección son lo de menos, lo importante es que ande cada día ese número de pasos como mínimo. Cuando salimos del hospital, y según nos acercábamos a la farmacia para reponer las medicinas que tenía que tomar, fui pensando en el por qué de la insistencia de mi padre en la importancia del destino de sus caminatas. Me refiero al destino como lugar físico y como fin o meta. Fue como si, de repente, la imaginación de las manos, que le permitía caminar con asombrosas facilidad por el lado oculto de la vida, se le hubiera transmutado y desplazado en fe tautológica y hacia las piernas. Por un momento pensé que las pastillas que le habían recetado, para facilitar el riego sanguíneo en el cerebro, fueran las causantes de semejante metamorfosis. No en balde las piernas, no solo las de mi padre, parecen tener debido a su función anatómica esa misión en el mundo: llevar al cuerpo humano a su destino, sea el que sea quien se lo ordene. Lo que ocurre, y eso es lo que pienso que intuyen las manos de mi padre, es que el movimiento no se mide por el número de pasos, sino con el tiempo. Esa magnitud que permite distinguir un antes y un después, es decir, saber hacia a dónde se va. Caminar sin sentido y regar el cerebro solo con pastillas, es seguro que no lleva a ninguna parte. Y esto es algo que las manos de mi padre saben desde siempre.