El nonagenario tiene los dos pies en eso que sea el otro mundo, y las dos manos en eso que convenimos es éste. La combinación de los unos y las otros es lo que lo mantiene en eso que, también por convención, llamamos vida. Con los pies no da un paso más, pues debe entender que los ha dado todos y al final no ha podido evitar acabar como ha acabado, postrado en una silla de ruedas. Es cuando a la expresión "que me quiten lo bailao", que te acaba por espetar quien se acerca a preguntarte que haces y a quien empujas - una frase hecha pegada a la boca tanto de los castizos beatos como de los ateos, que siempre pretenden hacerte creer al decirtela que están más vivos o son más espabilados que nadie, cuando en realidad son los que viven temiendo, hasta la diarrea, de forma permanente a la muerte - se disuelve, por falta total de significado, hasta quedar en nada. No es alegría, ni ganas de vivir, ni ansias por llegar a algún sitio, es miedo acumulado e incontrolado lo que esconden estos bailarines bajo el fulgor del zapateado de sus sonrisas y sus ademanes. Durante once días he empujado al nonagenario en su silla de ruedas arriba y abajo, observado una variedad inusitada de formas vida que me han invitado a pensar, antes que en la promesa decaída y decadente del paraíso, en la potencia y el vigor renovados del misterio de por qué seguimos vivos. Así he comprobado, primero, la cantidad de personas que viven atadas a una silla de ruedas (me pasó lo mismo cuando sufrí mi primer cólico nefrítico, cielo santo, lo mal que le funcionan los riñones a la Peña), segundo, lo que he intuido con los años, a saber, que ser feliz y no serlo, que estar vivo y medio muerto, en fin, que los opuestos, muy al contrario de lo que piensen los de "que me quiten lo bailao", se rigen por semejantes reglas de juego, aunque el campo coyuntural y sus narradores no sean los mismos. Me ha bastado fijarme con atención en las manos del nonagenario para confirmar ese misterio.