Hay vidas que funcionan con 1000 palabras, son las más, y las hay que lo hacen con 40000, son las menos. Son vidas igualmente y tienen los mismos derechos, pues las democracias modernas no dicen nada sobre el número de palabras que un ciudadano debe manejar para poder acceder, pongamos, a su derecho a la pensión a los 65 años. También hay personas que consideran a su perro o a su gato de compañía como algo más importante que sus amigos, y que el 63 por ciento de los mismos declaran que dan besos a su perro y sobre todo le explican secretos que no rebelarían a nadie más. No sé si hay relación directa entre tener una vida con pocas palabras y dar besos a los animales de compañía, pero algo oculto debe haber. Lo que si es evidente es que las 1000 palabras de las personas que viven con holgura solo con ellas, son las que más se oyen y corren cada día por las redes sociales y los medios de comunicación. Y tal. En injusta correspondencia los que usan 40000 palabras son personas poco conocidas y menos escuchadas, son las más solitarias y recelan de que alguien quiera mantener una conversación con ellas, a no ser que acredite que manejas 40000 palabras en tu vida. Esto es lo que, a mi entender, ha dado de si la escolarización obligatoria y la democracia lectora cultural por la que tanto hemos luchado durante los últimos cuarenta años. Una lucha que aspiraba a la igualdad extrema, pero que ha generado la mayor brecha lectora cultural jamás antes conocida. A saber, que los ciudadanos de 1000 palabras piensan que esa es la última e irrebasable frontera, y que la lectura y la cultura son actividades para ocupar su tiempo libre, que es cada día más escaso. Los ciudadanos de 40000 palabras, mientras todo esto ocurre, viven en catacumbas desconocidas, tratando de que la lectura y la cultura los haga libres todo el tiempo. Como decía, la injusticia está servida, ¿que diálogo y entendimiento se pueden esperar entre estos dos colectivos de hablantes? Sin embargo, lo que no está nada claro es que, a pesar del desencuentro, se produzcan las olas de indignación correspondientes.