¿Compartimos con nuestros antepasados una ignorancia que ellos llevaban con sosiego y nosotros con angustia, que muchas personas viven como un muro inaboradable y, por tanto, insalvable? ¿Por qué nos pasa lo que nos pasa siendo como somos hijos del progreso? ¿En que nos diferenciamos de aquellos antepasados, a los que siempre hemos concebido como más atrasados? En relación con esa ignorancia, ¿hasta que punto esa obsesión por leer, que nadie pide expresamente pero que muchas personas viven con sentimiento de culpa si no lo hacen, es directamente proporcional a la despreocupación por hacerlo bien? ¿Qué es leer bien? Mientras meditas sobre estas preguntas y sobre las que te hagas a partir de ellas, te iré mostrando un catálogo de los diferentes tipos de lectores que - a cuenta y cuento de este conjunto de necesidades inducidas, apoyadas en aquella angustia que nos tortura sin saber muy bien el por qué - bien podrían formar parte de una hipotética lista de candidatos que pudieran sentirse llamados por la literatura y, en consecuencia, impelidos a llamar a la puerta del Aula de Formación de Lectores. Bien es verdad, por eso traigo aquí a colación esta clasificación, que ninguno de ellos se ha planteado en serio lo de su formación como lectores. De hecho creen que no la necesitan, y lo primero que te espetan en la cara cuando les interpelas sobre su competencia lectora es que quien eres tú para hacerlo. Y ciertamente tienen razón, yo no soy nadie, únicamente soy ese que - si aceptas la comparación y salvando las distancias, soy como el que le cierra el paso al personaje de Kafka en el cuento de Ante la ley - con mis preguntas trataría de hacerles ver, si al final entraran en el Aula de Formación de Lectores, que puede que no tengan razón, al menos toda la razón. En fin, que puede que el Otro y lo Otro, ese conjunto difuso que esos lectores autosuficientes seguro perciben como el Enemigo, es el que determinará, al fin y a la postre la verdadera dimensión de su ignorancia, que es lo que secretamente los angustia. En eso consiste el aprendizaje en el Aula al que piden acceso, y que si no lo aceptan es mejor que llamen a otras puertas de otras aulas.
Antes de nada quisiera hablarte en esta entrada del común denominador que atraviesa a esa muestra variopinta de lectores que pululan en clubs de lectura y demás tertulias literarias, a saber, su condición de ser como Dios: esa que mientras leen, en silencio y soledad, no necesitan a nadie. Es de sobra conocido que a partir de un cierto momento histórico, pongamos el Renacimiento, el ser humano está tentado en su interior y de forma permanente de ser, mejor dicho, de sentirse Dios. Uno y Todo, Tiempo y Sentido, a la vez. Es un sentimiento que lo facilita, en primer lugar, y por este orden, la imaginación humana siempre dispuesta a ir más allá de sus propios confines, conocido es el dicho de que podrán censurar o encarcelar a la persona pero no a su pensamiento; en segundo lugar, y como reflejo de este rasgo innato de nuestra condición de seres de razón y de palabra, el libre albedrío que refleja una cierta tradición filosófica, al que se ha añadido de forma hegemónica en la época actual, como una variante más refinada o lograda, la visión del mundo como voluntad. Resumiendo, lo que quiero decir es que el lector actual, libre ya de los corsés de la baja o alta lectura, se siente dueño del universo que ha comparado en la librería o el supermercado, auténticos propiciadores, junto con la alfabetización escolar, de la democracia lectora que hoy disfrutamos y padecemos, también, al mismo tiempo pero con diversos y contradictorios sentidos. Algo ante lo que el Dios lector se muestra indiferente, pues se acomoda en el sofá y se sumerge en el universo que ha comprado, que le es ajeno y propio al mismo tiempo. Si te fijas con atención, es esta una actitud que está constituida a imagen y semejanza de la que tiene el Dios cristiano con el mundo que ha creado, que no deja de ser matriz y fuente de inspiración de nuestra cultura occidental, incluso en su fase terminal actual de total descreimiento. Como ya te dije, y el Dios lector es la prueba fehaciente de ello, nadie cree en nada sino es cambio de algo. Leo, por tanto, si a cambio me siento como Dios. Por un puñado de euros, no está nada mal el negocio, y no parece tonto quien así regatea. ¡Que por lo estás dispuesto a sentir, y a decirlo, sea algo grande, que sea por lo más grande!, sino a ti no te ven ni un pelo del alma. ¿Es la astucia de la razón lo que esa actitud grandiosa esconde, ante aquella angustia oculta que no cesa y que no entiende?