Si son inteligentes, es decir, si no llevan un smartphone en el bolsillo, los organizadores del café filosófico y los asistentes a su tertulia, te deberían nombrar Moderador Permanente. Has dado un paso al frente y has dejado por escrito los puntos del vademécum de lo que debe ser hoy conversar en compañía de seres humanos, no de los dioses ni de los orangutanes, como acertadamente dices. Punto uno: escuchar. Punto dos: seguir escuchando. Punto tres: pensar algo sobre el punto uno. Punto cuatro: pensar algo sobre el punto dos. Puntos cinco: tratar de hacerme entender con lo que he pensado sobre lo que he escuchado. Punto seis: no alardear de lo que creo que sé en un ningún caso. Punto siete: no insultar. Pues en este tipo de encuentros no debe llevar la voz cantante el erudito (ese que se cree, y nos hace creer, que más sabe), ni el fantoche (ese que mejor oculta su ignorancia), sino el que puede administrar con tino lo que es común a todos los asistentes: el saber de lo que no saben. Un saber que habita el territorio que es justamente el mismo que ocupa el Otro. Ese gran desconocido entre humanos, el gran misterio, su futuro incierto e inabarcable. Uno no baja del estrado o del despacho que ocupa en su vida profesional, familiar o social a largar, o a fanfarronear, sobre lo que sabe, como lo haría un vulgar sofista o predicador. Uno baja al ágora a escuchar (ya tú lo dices) como lo hacen los verdaderos filósofos y poetas, la cara oculta de todo profesional o páter familia o amigo de sus amigos. Esta debe ser la única profesión reconocida, el único carnet de identidad permitido en un café filosófico o en una tertulia literaria, el de filósofo y poeta de la polis. Solo añadiría un calificativo, el de mortal. Por tanto, solo se deberían admitir en un café filosófico o en una tertulia literaria ciudadanos y ciudadanas de la polis que, abandonando voluntariamente sus estrados y sus despachos, bajan al ágora porque necesitan hablar el lenguaje de los seres humanos mortales, no el de los dioses, ni el de los orangutanes, ambos inmortales, y que son los lenguajes que con bastante probabilidad hablan, de forma indistinta, en sus círculos profesionales, familiares y sociales. Por más que nos empeñemos, los seres humanos no podemos habitar el ámbito de los dioses, ni el de los orangutanes. Nosotros, los humanos, habitamos un lugar y un tiempo donde conocemos con prontitud el abismo, los dioses y los orangutanes allí donde habitan no lo conocen nunca. Los seres humanos, al contrario de los dioses y los orangutanes, no podemos no saber, y no podemos, por tanto, evitar la angustia que semejante ignorancia acarrea. Tratar de taponar esos agujeros negros mediante el uso apremiante del lenguaje de los dioses o de los orangutanes, es lo que nos ha llevado al mundo que hoy habitamos, dejando en la cuneta millones de cadáveres. Un mundo que no es el de los dioses, ni de los orangutanes, pero, y eso es lo preocupante, tampoco es el nuestro. ¿De quién es entonces? Pues hemos perdido, al delegar la inteligencia en las máquinas, nuestra capacidad de acceder a un saber propio que nos era apropiado. Ese saber dice que solo podremos ser libres si aceptamos nuestra muerte, y que solo los seres mortales son libres. Para moderar este embrollo emocional del presente, es más conveniente que lo haga Sócrates antes que Hegel. En esas deberíamos estar.