La escasa duración de la felicidad provoca una constante búsqueda que acaba transformándose en una huida. Poner todos los huevos de la felicidad en la cesta de lo material, incluida la bisutería oriental que pretende partir del alma, es condenarse a ser infeliz siempre. Pero es que esa concepción materialista de la modernidad es, vaya por dios, la nuestra, mediante la que buscamos la felicidad. Un lío. La vida y el alma existen antes del cuerpo del yo moderno y le sobreviven, como atestiguan el sueño y la existencia de los demás. Esto es lo más les cuesta aceptar a los aspirantes a la felicidad actual. Sea porque no se preocupan en entender lo que eso significa en términos de pérdida, sea porque al tratar de entenderlo se enredan en una neurosis sin fin. Y es que, digámoslo pronto, los aspirantes a felices actuales creen a pies juntillas que la felicidad solo es posible en el tiempo en que ellos viven. En el Ahora. Es el negocio del Carpe diem de los vendedores de felicidad. Lo que ocurrió en otras épocas, vistas las cosas así, era según ellos prefelicidad. O leyendo literalmente el mensaje vaticanista, que es como lo leen los aspirantes a felices modernos, la vida anterior era un valle de lágrimas. Ser feliz para los aspirantes a la felicidad moderna es, por tanto, una misión histórica y colectiva inaplazable, antes que un asunto personal deseable pero siempre impredecible.
Rara vez he escuchado entre los lectores actuales una expresión del tipo: fui feliz leyendo la obra de tal autor. Y sigo siéndolo cada vez que la releo. Se debiera, tal vez, a que la confesión de un momento de felicidad contingente e individual de esas características es una tradición a aquella misión histórica colectiva. Lo que se oye más bien es: me gustó tal libro y te lo recomiendo para ver si te gusta tanto como a mí. Gustar y ser feliz se han hecho sinónimos. O dicho con más precisión, uña y carne, mano y guante. Quedando fuera de aquella plenitud que mencioné en la anterior entrada, pues me gusta no es compatible con el no me gusta, y ser feliz no admite, ni siquiera implícitamente, los momentos de infelicidad que le acompañan.