Durante mi reciente visita navideña a Madrid tuve ocasión de visitar la exposición “Auschwitz. No hace mucho. No tan lejos”. Inmejorablemente documentada, la muestra es un artificio didáctico para que, casi ochenta años después de los hechos, las nuevas generaciones puedan informarse y tomar buena nota de lo sucedido. La distancia, sin embargo, a pesar de ese no hace mucho y ese otro no tan lejos, entre los espectadores y lectores y los protagonistas de las fotografías y documentales es insalvable. ¿Cómo decirlo? Aquello fue una barbaridad inconmensurable, cierto, pero es algo que os ocurrió a vosotros y yo muestro mi comprensión por ello. Ahora bien, aquella fue vuestra época y ésta es la mía. De nuevo, mientras miraba a los animosos padres como trataban de explicar a sus mimados y consentidos hijos lo que de diversas maneras mostraban los diferentes documentos, me confirmaba en el lado de inutilidad que tenía todo aquel derroche de buena voluntad por parte de los unos, los organizadores, y de los otros, los adultos dentro de su papel didáctico. Los artificios didácticos - al fin y al cabo, no otra cosa es ésta exposición - tienen esta misión, confirmar a cada cual en su sitio, y bendecir todo lo que esa ubicación la hace posible. Respecto a los que iban por libre, es decir, sin vástagos, también me confirmaron, mirando la cara de palo que se les ponía delante de aquellos horrores, ni más ni menos que lo que tantas veces he levantado acta observando a los consumidores de pantallas, los pantallistas, a saber, que la hiperrealidad servida en bandeja de plata se convierte en algo inverosímil. Aquellos benditos miraban los hornos crematorios, para entendernos, como si fuesen hornos de cocer pan. La actitud cambiaba, sin embargo, cuando en lugar de imágenes explícitas el visitante se detenía a leer relatos alusivos a la experiencia concentracionaria (véase el texto adjunto de Primo Levi). Entonces se producía un leve cambio en el rictus del rostro - así lo comprobé con quien tenía a mi lado en ese momento - no tanto por la magnitud de los datos de la información, a todas luces nula, como por el misterio que aquel puñado de palabras, elegidas por los organizadores entre otras muchas del autor, para que tuviera el efecto de una imagen más, desplegaba de repente delante de quien las leía. El texto de Levi dice así:
“Cuando los soldados sovieticos llegaron a la alambrada no nos saludaron ni nos sonrieron. Parecían oprimidos, más que por a compasió, por una inhibición desconcertada que les sellaba los labios y les clavaba los ojos a aquella escena lúgrube. Es la misma vergüenza que siente el hombre justo ante los crímenes cometidos por otros, el remordimiento que produce la existencia misma de esos crímenes y el que hayan sido introducidos de manera irrevocable en el mundo de las cosas que existen”.
Si las fotografías de los hornos crematorios, de las cámaras de gas, de los vagones donde llegaban los prisioneros, etc. producían en el espectador una sensación inevitable de alejamiento y de cínica autocomplacencia - como si dijeran: que bien, de la que me he librado por nacer en esta época - las palabras de Levi producían, en cambio, una desconcertante perplejidad ante lo que es difícil de entender y aprehender en las sucesivas lecturas que se hagan de su escrito. Por decirlo de otra manera, las fotos, los vídeos, los objetos, eran los datos algorítmicos, la prueba de cargo de aquellos horrendos crímenes, de los que dieron cuenta alguno de sus principales responsables en la sala 600 del palacio de justicia de Nuremberg. Los testimonios, digamos, verbales de la exposición, como el que adjunto de Primo Levi, son, a mi entender, el alma de la misma y son los que convierten a Auchwitz en algo más que un lugar geográfico y a lo que allí sucedió en algo más que un suceso histórico. Auchwitz, leído así, es la metodología perfectamente humana para convertir a los seres humanos en perfectamente inhumanos o animales. Eso no había sucedido nunca, ni debió suceder jamás. Si lo hizo, como así lo muestra la exposición, y si lo hizo en el centro más sofisticado de la cultura occidental y, por extensión, de la cultura planetaria, significa que lo humano y todo lo que de ese concepto se deriva, a partir de entonces, quedó estigmatizado por la desconfianza y la sospecha. Y, como no, por la banalidad del mal más abyecta. Y si no podemos confiar en lo humano, es decir, si no podemos confiar en nosotros mismos, ni en los otros, ¿qué hacer? ¿Qué mundo podemos imaginar para nuestros hijos a partir de semejante estigmatización? No fue ésta una pregunta que le preocupara a los padres con los que coincidí en la exposición, a tenor de las conversaciones y carcajadas que les oía mientras hablaban con sus herederos.
En la sala 600 del palacio de Nuremberg me di cuenta, envuelto en su calculado silencio en el momento de la visita, delante de los bancos que ocuparon en su día los jerarcas nazis, que no era solo un espacio para el recuerdo de la celebración de la justicia americana, o justicia de los vencedores, como no pudo ser de otra manera si nos atenemos únicamente a los datos de Guerra históricos, sino que allí se fundó también todo del misterio oceánico que vino después de que los jueces pronunciaran las sentencias, y que sigue inscrito, como la herencia en la que nosotros seguimos chapoteando, en esas dos preguntas que formulado unas líneas más arriba, y que se pueden resumir en, ¿cómo alcanzar hoy la dignidad humana, estando nuestra humanidad ya para siempre bajo sospecha?