María Zambrano en las primeras páginas de su libro Hacia un Saber del alma, dice: “cada época se justifica ante la historia por le encuentro de una verdad que alcanza claridad en ella”. ¿Cual es esa verdad en la época en que vivimos? ¿Cómo se manifiesta y de qué manera lo notamos? ¿Esa claridad a la que alude Zambrano tiene que ver únicamente con lo visible? ¿O más bien se aloja en eso que llamamos alma, que no deja de ser el atributo esencial del ser humano, desde donde sentimos y conocemos? Estas meditaciones me acompañan desde que decidí que el arte actual no me fuera, digamos, indiferente. Utilizo este calificativo porque no sé si la expresión más acertada es prestarle atención. No en balde la mayoría de las ciudades medianas y grandes tienen entre sus ofertas culturales a quienes las visitan - utilizo la denominación más habitual - un inevitable museo de arte contemporáneo, que normalmente lo publicitan como la joya de la Corona municipal. Como turista obediente cuentan siempre con mi visita. Es así como, en parte, he ido aprendiendo el papel que juega el alma humana, o la mía más en concreto, en un mundo de matriz mercantil materialista, que gusta llamarse así mismo con orgullo, y en cabal correspondencia, laico y descreído, pero que con el paso de los años acumula una ansiedad y un malestar creciente, que no sabemos si achacarlo a algo que hemos perdido o a lo que esperamos para sustituirlo pero que no llega. El caso es que con lo que manejamos en esa república mercantil materialista parece que no es suficiente.
A lo que me refiero, por ejemplo, es que delante de los maniquíes guillotinados, tal y como conté en el escrito de ayer, sentí la presencia de ese algo que llamo alma, y que acabó por envolvernos a ellos y mi bajo su influencia, pero unos metros más allá, siguiendo la flecha de la exposición, me quedé delante de una ausencia total de empatía, o la huida repentina y sin previo aviso de ese sentimiento anímico que hacia un minuto había experimentado con intensidad, al ponerme frente a la siguiente instalación. Que estaba allí como si hubiesen elegido una estantería llena de rollos de cable de acero de la fábrica donde yo trabajé en mi juventud, y la hubiese transportado sin más hasta el lugar que ocupaba en la sala del Fridericiarum. ¿Cómo era posible, me pregunté, que la estantería se hubiera comido a los maniquíes guillotinados en cuestión de segundos? Uno que estaba a mi lado le dijo lleno de autocomplacencia a quien le acompañaba - según tradujo Duarte - así es el arte contemporáneo. Sea eso que sea el alma, ¿es una mercancía más? De repente, sentí como si aquel tipo me hubiera robado la mía. Luego, continuó el que estaba a mi lado, hay productos artísticos que gustan y los hay que no. Cada producto tiene sus clientes, dijo antes de poner rumbo hacia la siguiente instalación. Entonces, me pregunto, ¿tienen razón quienes dicen que Documenta es un mercado quinquenal de diferentes chatarrerías, bajo el paraguas agónico del último arte? Un quinquenio más por favor, dadnos uno más, parecen reclamar sus organizadores a los visitantes.