lunes, 23 de octubre de 2017

LO IRREPETIBLE

Dice Cesar Aira en su libro “Continuación de ideas diversas”: 
Al arte más extremadamente experimental (por ejemplo un ballet que consista nada más que en arrancarle una por una las hojas a una planta), el que exhibe su originalidad con el descaro provocador del absurdo y lo gratuito, se lo ve, no sin razón, como producto del capricho individual, del juego de las formas practicado en la intimidad de la voluntad artística, desinteresado de la realidad histórica en la que vive su autor. Y sin embargo esa exacerbación de la originalidad actúa exactamente del mismo modo que la válvula que hace histórica a la Historia. Una vez que se lo ha hecho ya no se lo puede volver a hacer. Lo vuelve irrepetible porque su esencia y su existencia es la irrepetibilidad, y no tiene otra cosa. Igual que los hechos que suceden en el tiempo.”

Me parece oportuno iniciar esta entrada con la cita de Aira, porque su asociación o sincronicidad con la cita de Marcel con que concluí la entrada anterior, aparecen ante el visitante de Documenta como dos muletas de las convendría no separarme durante el tiempo que dure el recorrido y, me atrevería a decir, durante lo que dure mi existencia. Son dos muletas recomendables para el alma - no confundir ni transformar en muletillas - como los expertos en ergonomía recomiendan para el cuerpo usar bastones en las excursiones que hagamos ya sea en el campo o en la ciudad. Aunque mucho me temo que la obediencia de que hacemos gala a la hora de cumplir las múltiples recomendaciones que se nos ofrecen sobre los asuntos que tengan que ver con el cuidado del cuerpo, muestra al mismo tiempo, y con el mismo impulso, la indiferencia que respecto a las recomendaciones del alma nos llegan del ámbito de las artes o de lo creativo. Puede que todo tenga que ver con la idea moderna de equiparar alma con mente y mente como una derivación mecanicista que nos advierte de las necesidades del cuerpo, lo cual quiere decir que si el cuerpo está atendido lo está igualmente la mente. Y o hay que preocuparse de más. Sin embargo, si te fijas con detenimiento resulta difícil adentrarse tanto en la cita de Martel como en la de Aira, en el templo de alambre de Duarte, en el parlamento de los cuerpos del hombre relativista, o en los maniquíes guillotinados en que me fijé, con el instrumento cuerpo-mente como única desbrozadora para averiguar que esconden al otro lado de lo que exhiben. Son textos e imágenes cuya lectura y mirada yo experimento desde una emocionalidad profunda, lejos de la inmediatez que sugiere o propone la relación mecánica cuerpo-mente. Es esa una forma de sentir mediante la que me doy cuenta, sin disfraces ni disimulos, de lo que me afecta y de lo que me excede. Lo que quiero decir es que el mecanicismo cuerpo-mente nunca molestará la seguridad que exige su propietario. Nunca lo situará, como si hace esa emocionalidad profunda o alma, en la zona intermedia entre su condición de ser mortal y la inmortalidad que anhela, entre la conciencia de su irrelevancia individual en el universo y el universo mismo, entre el sentido de lo uno y el significado de lo otro. El alma, frente al sentir de andar por casa propio del mecanicismo cuerpo-mente, como si de cualquier otro artefacto se tratara, es el sentir por excelencia y a la vez, frente al conocimiento práctico, o a ras de tierra, de que toda causa tiene un efecto y todo problema una solución, el alma es el conocimiento por excelencia. 

Ya en la segunda planta de Fridericiarum me topé, pues seguía bajo la influencia del vídeo del hombrecillo golpeándose contra una pared, con otra instalación también hecha con soporte vídeo. De nuevo esa emocionalidad  profunda y de nuevo no supe a qué atenerme. Lo único verdadero era que lo que salía en la pantalla me trasmitía una fuerza inahabitual desde su absoluta inconcrección. Por el cartel explicativo supe que se trataba de una vista panorámica de la ciudad de Beirut. Su presencia y ubicación eran de lo más tradicional: sobre una pared blanca, sin nada a su alrededor, una pantalla de unas 42 pulgadas, como si de un cuadro habitual se tratara, registraba los distintos cambios de tonalidad, que, en su particular lucha,  la luz y la obscuridad proyectaban sobre los tejados y cúpulas la ciudad de Beirut. De lo que si me apercibí, mientras estuve mirando la instalación, fue que no se trataba de un espectáculo convencional, para entendernos, de luz y sonido. El combate entre luz y obscuridad no se libraba sobre superficie de plasma de la pantalla, sino probablemente dentro de mi, sin que yo lo supiera de forma consciente. Traté de preguntar a Duarte que le parecía, pero ya no estaba a mi lado. Al parecer, le atrajeron más unas miniaturas escultóricas, que estaban expuestas al otro lado de la pared donde se encontraba la pantalla de Beirut, y que a mí me evocaron, cuando las tuve delante, a las esculturas de Giacometti. Allí colocadas en el rincón de la sala, no pude evitar mover mi imaginación, antes que por los cuerpos que representaban, por los suspiros que los sostenían en pie. Suspiros irrepetibles, como dice Aira, pero al mismo tiempo eternos.