martes, 17 de octubre de 2017

VIVIMOS SOBRE DOS FRACASOS

Lo que quizá nos cuesta más a los espectadores y ciudadanos actuales es aceptar que tanto el arte contemporáneo, tal y como lo vemos hoy enlatado - ya sea en Documenta, o en los museos de arte contemporáneo que toda ciudad que se precie ofrece al visitante como la joya de la corona del conjunto de su propuesta cultural -, así como la política democrática del bien estar, tal y como la experimentamos cada día, son los dos el fruto o el resultado o lo que vino después de sendos y colosales fracasos. Uno, la unión de una forma indisoluble del arte a la vida, o la vida como el mejor y único arte, rompiendo así con uno de los logros más importantes de la ilustración, a saber, la autonomía que el arte y el artista (y el intelectual) habían obtenido respecto a los avatares propios de la vida, y dos, la creencia, como correlato de lo anterior y viceversa, en la construcción de una sociedad sin clases y sin Estado, libre de todas las explotaciones y excrecencias indeseables y propias de la sociedad burguesa a la que se pretendía derrotar y hacer desaparecer para siempre. Dos fracasos que son los mismos, como ya he dicho en otras entradas, que ensangrentaron el continente europeo como nunca antes se había visto mediante la traca final del final de fiesta de tales utopías: los grandes desastres de 1945. Resumiendo, lo que más nos cuesta aceptar es que vivimos sobre los escombros heredados de dos gigantescos fracasos, lo que convierte a todos los negocios mentales que okupan nuestra cabeza y nuestro corazón en hijos bastardos de aquellos, destinados, uno a uno y todos en conjunto, a tener similar destino, si no hacemos nada para remediarlo. Lo sabemos, pero no podemos dejar de escupir en lo que otrora fue el ágora de la polis, y al igual que los perros cagan en las aceras de las ciudades, la ración de malestar que semejante parálisis o ensimismamiento nos produce cada día. De repente, la caca del animal y el malestar de su amo adquieren una inopinada sincronicidad acausal que, a la espera de otras explicaciones más convincentes, puede servir para dotar de imagen y latido al paso indignado de nuestros días actuales.

Abandonamos del parlamento de los cuerpos con más sensación de extrañeza que la nos produjo nada más entrar en su recinto. Duarte hizo un movimiento con los hombros que me trasmitió algo de la impotencia que sentía ante lo que tenía delante.  Luego, en el restaurante donde cenábamos al acabar el día, me confesó que no sabía si el sentimiento lo podía llamar impotencia o más bien decepción, ya que después de la experiencia con el templo de alambre pensaba que ya estaba metida de lleno en Documenta 14, que aquello de ella con la estantería y los rollos de alambre iría en aumento al ponerse delante de las instalaciones venideras. En el caso del hombre del relativismo solo puedo decir que lo dejamos en la misma posición que lo habíamos encontrado, lo cual me hizo pensar que a lo mejor había encontrado el punto inmóvil, que T. S. Eliot llamó la danza en su poema clásico. Me daba la impresión que la fuerza que lo mantenía allí tumbado le había disuelto, vete tú a saber donde, toda clasificación, toda contingencia, todas las propiedades no esenciales, hasta quedarse solo con las fuerzas que en sus choques y entrelazamientos producen el mundo fenoménico.  En mi caso era una extrañeza que no venía de la irrupción de lo extraño en mi rutina diaria, como condición de posibilidad para adentrarme en esa totalidad ignota que me rodea. Nada de eso. Muy al contrario, fue una extrañeza que me remitió a lo que menciono en el párrafo con que he iniciado este escrito. Una extrañeza que es intimidación ante la vuelta de los ecos de aquellos dos fracasos con una violencia inesperada, más en la política que en el arte, que al fin y al cabo sigue sumiso dentro de los museos municipales, esos lugares donde nunca quiso entrar y a los le repelía pertenecer. Me intimida en la medida que su sombra alcance, y contagie de lo peor, tanto a la democracia como sistema de convivencia colectiva, que acepta todas las ideas o visiones del mundo pero, al mismo tiempo, impide que una de ellas se imponga a las otras, como a la fuerza de lo creativo que cada individuo lleva dentro, que lo conecta de forma única e irrepetible a todo lo real desconocido.