lunes, 2 de octubre de 2017

LO INVISIBLE Y LO VISIBLE

Cuando me pongo delante de lo último que se hace en el arte actual a lo primero que me enfrento, sin poderlo evitar, es a la idea que tengo de belleza. Y pienso que es deshonesto decir que la idea de belleza heredada no cuenta en absoluto. Pasa lo mismo que con el asunto de la física cuántica enfrentada como su superación a la física newtoniana, que no deja de ser un correlato del de la belleza vanguardista enfrentada como su superación a la belleza tradicional o clásica. De forma resumida, lo cuántico se da en lo micro, lo invisible, pero lo newtoniano se sigue dando en lo macro, es decir, en lo visible de la experiencia de cada día. Y en esa experiencia de cada día pedimos, más aún, exigimos armonía, simetría en fin, orden. Entonces podría decir que el arte vanguardista sería algo así como lo invisible que hay en lo visible. 

Anhelamos existir, creo que ya lo he dicho en más de alguna ocasión, entre la hermosura, la bondad, la densidad, la autoridad, la capacidad de conexión, la conclusión, la resolución, la percepción, la variedad, la grandeza. Lo que ocurre, sin embargo, es que hay que pegar mucho la oreja y el ojo, y en el mundo sordo y ciego en que vivimos, debido al estrepitoso ruido ambiente y al enjambre de imágenes que vomita cada día, con lo que se envuelve y se disfraza, no es nada fácil. Es decir, nuestro estilo de vida, paradójicamente, se ha hecho feo e inteligible y ha ocultado o hecho desaparecer lo que más queremos tener nuestro lado cada día: la belleza. A partir de aquí comienza el desconcierto que solemos mostrar delante de las obras del arte actual que, anticipándose a nuestros estilo de vida del presente - por eso se autodenominan vanguardistas - iniciaron a principios del siglo XX la rebelión contra la belleza clásica o tradicional. Si son capaces de producir obras de arte de una fuerza innegable, es porque las han llevado a cabo en nombre de la belleza misma, si bien de un modo más amplio. Una clase de belleza que abarca lo caótico, lo asimétrico, lo fragmentario, el desorden. Justo como la percepción que tenemos del mundo donde vivimos cotidianamente, y que tanto nos indigna produciendo la asfixiante marea de ansiedad  y malestar mental que nos invade. Una belleza, dicen los defensores de la necesidad de estos tipos de expresión creativa, radical, entendido este calificativo en su sentido etimológico del latín: raíz. Una belleza, para entendernos, que estaba ahí desde siempre y que aparece, por intervención del artista como una revelación, o caída del falso velo que habían formado las convenciones e intereses de tantos siglos de uso y abuso de tales formas de belleza. A mí esta forma de entender lo nuevo me resulta más interesante que la que tiene matriz romántica, pesentándonos al artista como un genio o un elegido, dotado con unas cualidades sobre humanas. No está de más caminar con esta dos muletas por cualquier exposición y muestra de arte actual, mejor que contratar a un filósofo de instituto o universidad. Así lo hice cuando, después de abandonar al Partenón de los libros, me adentré en el Fridericiarum, tras pasar a dejar los macutos. Y, como dice Duarte en su diario de ruta, empezamos a ver sin sentido, unas luces de ciclones que con formas caleidoscópicas se reflejaban en el visitante para captarlo como parte de la obra. “Le da color con formas”, me dijo. Lo cual no supe que me quiso contar con lo me dijo, prueba evidente, pensé, de que Duarte ya había logrado entrar en esta primera instalación que recibe al visitante, mientras yo me quedé a su lado pero muy distante del caledoscopio gigante, dirimiendo a nivel teórico - luego fui aprendiendo que ese no era un camino acertado, ni la posición idónea desde donde mirar - si aquello era o no era bello. El resto de los visitantes con los que coincidimos se dejaron llevar y entraron de lleno en la propuesta lumínica. Las luces al reflejarse sobre los cuerpos, ahora que lo recuerdo con más detenimiento, los transformaban en algo diferente, lo cual forma parte también, al lado de la armonía, el orden y la simetría clásicos, de esa otra forma de la belleza que Baudelaire calificó convulsa, con serenidad y lucidez, antes de las convulsiones un tanto histéricas de las vanguardias. La belleza convulsa si hace más entendible lo que realmente se oculta debajo de la belleza clásica. Hace más visible el velo que las separa y su necesidad de desvelamiento, olvidándose de ese estorbo que siempre acompaña al espectador o lector de las obras de arte: el genio de sus autores.