viernes, 6 de octubre de 2017

LO EXTRAÑO QUE HAY EN LO HABITUAL

Ahora que estoy haciendo la crónica de mi visita a Kassel y a su muestra quinquenal del arte que se está haciendo en estos momentos en el mundo, las palabras de aquel señor delante de la estantería con rollos de alambre me trajo a la cabeza, ya camino de la siguiente instalación, una idea o lo que sea que repito y me repito pues pienso que no deja de tener su influencia, más inconsciente que conscientemente, en las maneras con que vivimos nuestro presente y, en consecuencia, en su manera de acercarnos a sus diferentes formas de representarlo. Es aquella que sostiene que las grandes catástrofes de 1945, no solo acabaron para siempre con la idea tradicional o clásica de estar en el mundo y contemplar sus representaciones, sino que , y es lo más importante, inauguraron la que en estos momentos nos encontramos que, sin embargo, no tiene la suficiente fuerza como parar hacernos olvidar a aquella. Es como quien se niega numantinamente a aceptar la muerte de un ser querido y está decidido a vivir el resto de sus días zapateando sobre su tumba. 

Convengamos que los desastres de 1945 no solamente fueron la culminación sangrienta, como nunca antes había vivido la humanidad, de una ceremonia que había comenzado con todas las ilusiones de emancipación doscientos años antes, ignorante, claro está, de que aquellas ilusiones acabarían en tan colosal tragedia, sino que al mismo tiempo dibujaron un horizonte en el que figura celestial de Dios fue sustituida por la del Terrór Nuclear, así también con mayúsculas. A mi me gusta denominar a este giro como el triunfo del diablo, aplazado en el imaginario de nuestra cultura judeocristiana desde que Adan y Eva fueron expulsados del paraíso justamente debido a la artera mediación de Lucifer. Dijo, entonces, volveré, y ha vuelto. 

Frente a este panorama, y vuelvo a lo que vengo contando, la belleza tradicional y clásica que, antes de los desastres de 1945, desconocía, digámoslo así para entendernos, los bajos fondos de nuestra naturaleza humana, representaba con acierto esa idea del mundo en la que pasara lo que pasara y nos comportáramos como lo hiciéramos, al final la bondad infinita de Dios perdonaría todos nuestros pecados y desvaríos. Sin embargo, la belleza radical que ya he mencionado y que mueve estas crónicas, está inspirada por lo que significa el triunfo del diablo en el mundo, digámoslo también así para seguir entendiéndonos, y sugiere la existencia de un orden oculto e ininteligible del universo. De repente, ya no vemos el mundo iluminado por de la luz de Dios, que nos ofrecía todas las garantías de visibilidad necesaria, sino a través de un velo, que nos trasmite todas las sospechas y distorsiones sobre lo que creemos estar viendo. Pero como el imperativo de la vida es sobrevivir, ya sea caminando hacia el paraíso soñado o sobre la ruinas realmente existentes, esa supervivencia, como dijo Henry Bergson, “implica aceptar sólo el lado utilitario de las cosas para responder a ellas mediante las reacciones apropiadas; todas las demás impresiones resultan atenuadas, o llegan a nosotros de una forma vaga y borrosa. En pocas palabras, no vemos las cosas mismas, sino que la mayor parte del tiempo nos limitamos a leer sus etiquetas.”  A lo mejor se referían a eso las palabras de aquel visitante auto complacido que he mencionado antes. Pues nuestro lenguaje habitual o improvisado, del que normalmente no nos hacemos cargo o lo hacemos para satisfacer intereses utilitarios de tipo profesional, familiar, social, etc. - donde se incuba y desarrolla el hablar por hablar dominante -, como también dice el filósofo francés, contribuye a ese tipo de ceguera que tenemos delante de lo que no es evidente, o invisible, ya que se refiere siempre a lo general o consensuado, nunca a lo particular y específico. 


De todas maneras - Duarte ya me había advertido - que pasara lo pasara delante de cada instalación, tomáramos buena nota para volver a intentarlo de nuevo. Pues el arte que se hace en la actualidad, si soy mínimamente coherente con lo que hoy he dicho, ya no persigue, como antaño, el modelo ideal de las cosas sino su manifestación inmediata que es lo único que existe verdaderamente en la experiencia. Y ésta es la que requiere de ese tiempo y ese espacio, y de ese lenguaje, que no son los habituales de las conversaciones habituales.