viernes, 18 de agosto de 2017

EL COLAPSO Y LA NECESIDAD

Queda claro que lo de “monos digitales” no es insulto sino el nombre de una regresión en marcha, al contravenir, o no prestarle la conveniente atención, quienes aceptan con tanto entusiasmo la digitalización de su experiencia, a aquella memorable intuición de Goethe al borde de la explosión romántica de 1800: limitarse es extenderse. El escritor alemán, que fue de los últimos sabios al que todavía le cabía el mundo en la cabeza, tenía veinte años más que los jóvenes románticos de 1800, y con su frase quiso advertirles que el mundo no puede extenderse ilimitadamente sin que cause un daño irreparable a la dignidad de sus habitantes. Un lema que, al fin y al cabo, se convirtió en el epítome de la dignidad pendiente, convertida así en universal antropológico, de eso que sea la modernidad que vino a continuación hasta nuestros días - en el mejor de los casos, vista siempre por los modernos como una especie de “maría” del antiguo régimen -, fragmentada hoy en una lista interminable de indescifrables post, el último y más ingenioso de los cuales es el de la post-indignación. Sea pues.

Mi padre, que nunca se indignaba por nada, lo veía con frecuencia, cuando yo entraba sin avisar en su taller, hablar con la madera. Nunca vi al del mini rojo, que se indignaba por cualquier cosa, hacer lo propio con el ordenador, únicamente lo usaba. Lo cual no quiere decir que no haya alguien que si hable con el ordenador, Bill Viola talmente. Mi padre hablaba con la madera dejándose asaltar por su soledad y el del mini rojo se indignaba con el ordenador huyendo de la suya. Ahí está, pienso yo ahora, la diferencia entre ‘como en casa en ningún sitio’ y ‘nada a largo plazo’. Mi padre se hacia fuerte en su silencio casero. El del mini rojo, un histérico lleno de fragilidades, se consumía en su verborrea incontenible de usar y tirar.

¿Quien me necesita? Es la auténtica pregunta que sostiene tanta indignación a la que, incluso las formas de ser más templadas, se han apuntado en los últimos años sin ningún recato. Las cantidades de dinero que dedican las administraciones públicas y privadas para dar consejos sobre cómo moverse cada día en cualquier situación que el ciudadano se encuentre - el otro día leí, en el tablón de anuncios de un ambulatorio de cabecera, un cartel en el que se daban instrucciones sobre cómo manejar adecuadamente las servilletas para evitar contagios indeseables, ¡cómo lo oyes! - desvela la preocupación que acucia a nuestros gobernantes públicos y privados porque alguien los necesite. La necesidad que es el enigma de la existencia - como dice John Berger - no deja de aguzar al espíritu humano. Produce la risa y el llanto. Es aquello que tocas y besas, y aquello contra lo que te enfrentas y te golpeas, si llega el caso. Sin embargo, hoy ha dejado de existir en el espectáculo de la digitalización global de la existencia. Se comparte el espectáculo (todos miran de forma continua sus dispositivos), pero nadie es capaz de trasmitir experiencia alguna. Sentir algo bajo la influencia de esta atmósfera, donde la obtención de beneficios es el único medio de salvación, se ha hecho casi imposible, si no es - claro está - a cambio de algo. Cada cual, entonces, se busca la vida y trata de situar en el tiempo y en el espacio sus propios anhelos y sufrimientos. No es la vuelta del antiguo azar, no es la búsqueda de una nueva oportunidad, es el síntoma del colapso que se avecina. Pero la pregunta no deja de angustiar al ser que sigue ahí a la espera de ser alguien, ¿quien me necesita?