“El fracaso es el gran tabú moderno”, dice Sennett en su libro. La publicidad y los libros de autoayuda están llenos de recetas para triunfar ya sea en lo laboral, lo social o lo personal y familiar, pero por lo general callan en lo que atañe a la cuestión de manejar el fracaso en cada uno de esos frentes de supervivencia. Si no tienes o te flaquea la voluntad, por ejemplo, te dicen que no te preocupes pues todo es cuestión de entrenamiento, como si fuéramos únicamente un trozo de carne con ojos, o con piernas, o con manos. Así le respondí un día a un enconado positivista, y en lugar de agradecerme la imagen que le ofrecí se puso conmigo como un basilisco. Le respondí, ¿por qué buscas sofisticación donde nunca la vas a encontrar? ¿Por qué asocias la elegancia con la moda y el glamour efímero, cuando ser elegante lo que significa es el que sabe elegir, que tiene su misma raíz etimológica? Y que si lo que te flaquea es la capacidad de amar o de dejar de odiar, o si el bajón te viene porque llega septiembre o la navidad, no estás ante un problema de imagen o psicológico, ni busques una solución por vía del entrenamiento, estás ante un dilema existencial, un dilema ontológico, un dilema de elección. Sencillamente has perdido tu elegancia. Nos cuesta mucho, cada vez más, hacerle un lugar en nuestra vida laboral, familiar y social (digitales y flexibles todas, hasta la neurosis institucional) al relato personal con que nos incorporamos al mundo, y saber elegir ahí. Es decir, ser elegantes. Cielo santo, ¿qué es eso? A lo mejor no lo sabes, pero seguro que intuyes que una forma de vida como la actual, abastecedora únicamente de recetas de entrenamiento para los momentos íntimos de flaqueza, recetarios que proporcionan la verdadera dimensión de lo que la tal forma de vida es incapaz, a saber, proporcionar a los seres humanos de hoy alguna razón profunda que de cuenta, más allá de la espuma de los días, de sí mismo y entre los demás, una forma de vida así, digo, no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad. Pero, siguiendo el mismo razonamiento, si aceptas los aspectos más enajenadores o envilecedores de tu trabajo por miedo a perderlo o a que te hagan a un lado, en fin, por miedo al fracaso, y que ello se haya convertido en el problema mayor de tu existencia, estarás de acuerdo conmigo que no puede preservar durante mucho tiempo tu propia honorabilidad - si alcanzas a entender todavía lo que eso significa - ante ti mismo y los demás.
“Aceptar el fracaso - continúa Sennett - darle una forma y un lugar en la historia personal puede obsesionarnos internamente pero que rara vez se comenta con los demás. Preferimos refugiarnos en la seguridad de los clichés. Los campeones de los pobres lo hacen cuando intentan sustituir el lamento ‘he fracasado’ por la fórmula supuestamente terapéutica ‘no, no has fracasado, eres una víctima’. En este caso, como siempre que tenemos miedo de hablar directamente, la obsesión interna y la vergüenza se vuelven mayores. Si se deja sin tratar, se resume en la cruel sentencia interna: no soy bastante bueno. Hoy el fracaso ya no es la perspectiva a la que se enfrentan los muy pobres o los desfavorecidos; se ha vuelto más familiar como hecho común en la vida de la clase media. El tamaño cada vez menor de la élite hace que el éxito sea más difícil de alcanzar. El mercado del ‘ganador de lo lleva todo’ es una estructura competitiva que arroja grandes cantidades de gente con estudios al vertedero del fracaso”.
Nadie parece querer hacerse cargo verdaderamente de esta catástrofe. No sé si tal palabra es la más conveniente, pero al menos me permite dar una salida a la parálisis del fracaso, y decir como los antiguos: tras la catástrofe, memoria y renacimiento. La sensación es de haberle fallado a todo el mundo pero nadie, entre los que se atreven a decir que son unos fracasados, parece querer cambiar de cuento, ni de cuenta. A los que callan, la mayoría, basta con mirarles el aspecto sombrío que, de repente, en su edad más docente adquieren sus caras, sus andares y los ademanes de sus manos. Este es, a mi modo de entender, el principal fracaso. Confundir el éxito en la vida con el lugar que ocupamos en el mundo. Confundir la vida con la técnica y el manejo la técnica con la excelencia. Confundir el suspense de la vida que no tiene, con su misterio que lo es todo. Confundir la gloria con la gracia. Confundir el cerebro con el alma. Confundir la carrera profesional con el camino existencial. Las palabras en cada uno de los casos son las mismas, vienen de antes de los tiempos conocidos. Dependen de que quien las pronuncie sepa que no sabe y que, en consecuencia, ningún tiempo ni ninguna persona pueden conocerse del todo.