martes, 29 de agosto de 2017

LA REPUBLICA MERCANTIL

Hoy como ayer lo que hay ahí fuera es, para entendernos, plastilina. Algo informe a la espera de que alguien se la dé. Es una manera de decir que la realidad no está dada, y que se construye mediante la comunicación humana. Y eso que llamamos cultura son las diferentes formas que adquiere esa comunicación. El mal es una de esas formas, y la banalidad del mal (como nos enseñó Hannah Arendt) es la principal forma de comunicación que agita el mundo en el presente,  herencia de los Colosales Desastres de 1945 (holocausto, gulag, bombas atómicas, etc etc) de los que fueron culpables, aquí radica el giro ético y moral del asunto, tanto los buenos (democracias) como los malos (totalitarismos de izquierda y derecha), tanto los creyentes como los ateos. Es decir, fue culpable la cultura occidental que los inspiraba a todos, y que naufragó víctima de los excesos y desvaríos de su propio pensamiento, mediante las diferentes formas de comunicación en que se encarnó. Sin embargo, después de ese pasado, nosotros seguimos sin hacernos cargo de su tenebrosa herencia, de la banalidad del mal que lleva dentro. Hemos construido un luminoso modelo de vida sobre un cementerio de cien millones de muertos, pero a nosotros que no nos toquen nuestro sacrosanto bienestar. Venga tío, no seas un aguafiestas. Los muertos al hoyo y los vivos al bollo. Que si somos guays, que si somos especiales, que si somos originales, que si somos muy listos y lo entendemos todo a la primera, que si somos felices y obligatoriamente optimistas, que si somos muy jóvenes, que nos lo merecemos todo, en fin, todas esas formas de comunicación con que construimos la jaula dorada o de hierro o de adobe, según el poder adquisitivo, pero jaulas todas al fin y al cabo, donde vivimos con las personas que decimos que más queremos y que más nos entienden. ¡Cielo santo! Esto si que produce espanto.

Sea como fuere, hoy la forma de comunicación dominante es la propia de una República Mercantil en el sentido de que los vínculos individuales y de cohesión social están cada vez mas determinados por el Mercado. Frente a ese apabullante dominio lo único que se nos ocurre es resistir reactivamente dentro de las formas de comunicación de las comunidades habituales, a saber, ideológicas, religiosas, familiares, amistosas, profesionales, deportivas, etc. Dentro de esas jaulas descansamos del ajetreo diario de nuestra nueva identidad colectiva consumista - entendida en el sentido de que el sujeto revolucionario del siglo XIX se ha hecho sujeto masa, pues cree que ha encontrado el paraíso prometido - a cuenta del debilitamiento paulatino de las distinciones sensibles individuales, que quedan ocultas bajo el manto común de elogios y parabienes, odios y rencores  - este es su principal pecado, no que existan como universal antropológico, sino que ahoguen la expresividad individual íntima e irrepetible - que siempre se dan y se cuentan en esas comunidades habituales, sean del color y la procedencia que sean, que acaban convirtiendo a aquella resistencia reactiva en inevitablemente reaccionaria. Vamos, lo que hoy se conoce por corrección política y social, no afectando estas conductas a la corrección económica, pues cada uno se gasta la pasta como quiere, faltaría más, la república mercantil manda. En esas estamos. Alguien ha dicho que estamos dentro de un periodo parecido, al menos respecto a lo que puede durar, al de la Edad Media. Pues las formas de comunicación del Mercado tienen una capacidad de seducción similares a las de los teólogos y predicadores de aquella. En la Edad Media ponían el énfasis en que el alma se uniera a Dios, en el Mercado en que el culto al cuerpo alcance su propia inmortalidad. Se parecen en que ambas condenan, como herejías merecedoras de la hoguera, las intromisiones ajenas o discrepantes.  

J. P. Sartre dijo, ante los humos de aquellos grandes desastares de 1945, su frase más enigmática: el infierno son los otros. De lo que se trataría hoy, es saber quien dentro de ese infierno heredado no es infierno. O no lo es del todo. Para ello necesitamos espacios donde la forma de comunicaciórn fuera otra. Espacios pequeños, sí, pero donde acontezca lo que llamo la resistencia creativa. Es decir, una forma de vincularnos a comunidades no establecidas, ni con el lenguaje, ni con las metas u objetivos, ni con los procedimientos, ni con los protocolos, ni con los ritos y rituales, es decir, comunidades que se forman y existen como tales sólo en el momento mismo del acto creativo con el que se comprometen. Comunidades vinculadas a lo que no sabemos, y no podremos saber nunca. Comunidades vinculadas por el misterio de la vida y por el compromiso con la huella (la imagen de esa vida) en el mundo heredado, que será nuestra herencia. Algo que no tiene nada que ver con mucho del artisteo contemporáneo - comunidad establecida donde las haya - hijo predilecto, como no, de la república mercantil antes aludida.