martes, 22 de agosto de 2017

OPTIMISMO OBLIGATORIO

Es mucho siempre lo que sucede cuando miramos. Nunca como ahora esta frase adquiere toda su intimidante potencialidad. Pero, ¿como hacernos cargo de lo que ella cuenta con lo que dice en un mundo del que nos desentendemos porque se ha vuelto irreconocible, al no podernos adaptar a la velocidad con que todo en él sucede? Un mundo que se nos antoja creer que no ha sido heredado de nuestros antepasados, sino un mundo nuevo creado a imagen y semejanza de la tormenta digital que no cesa, que en su manifestación exterior se nos aparece lleno de posibilidades infinitas, y que deja en la interioridad de quienes ahí vivimos supurantes heridas provocadas por la flexibilidad, la inestabilidad y la humillación. El mundo está hecho de malentendidos, le dije un día al del mini rojo para tratar de defenderme de la avalancha de datos con que trataba de combatir mis dudas respecto a las bondades de la digitalización de la existencia. Una costumbre suya muy habitual en los años que trabamos amistad en la fábrica. Luego me di cuenta que se convertiría en la sintaxis dominante en la sociedad flexible y de ‘nada a largo plazo’ que empezaba a despegar por entonces. Me fui imposible salir al paso del del mini rojo con los enemigos comunes que tan bien usan los filósofos más conspicuos, cuando acuden a la televisión, a la hora de dibujar ante los espectadores el campo de batalla donde se dirime la lucha en la sociedad actual, afectada de pleno por la economía flexible que impone la tecnología digital. Me refiero, claro está, a los enemigos asociados a esa creencia común de que el combate de las fuerzas del mundo ponen sobre él algún tipo de moralidad, y que al hablar de ello uno lo hace desde el lado bueno de esa moralidad. Faltaría más. Todo un ejercicio de ingeniería total y global, que es fuente de aquel cúmulo de malentendidos. Te equivocas, me dijo saltando por encima de mi prudencia. Ya lo sé, le respondí, lo que quiero es acudir a un sitio donde me equivoque menos. El libro de la naturaleza que está escrito con caracteres matemáticos, con números y relaciones entre números, es también un lema, siguió a continuación. Su autor es Galileo, y es el lema y el libro del mundo desde hace quinientos años, remató su respuesta con aire de suficiencia. Como todos los monos digitales, el del mini rojo mostraba, al hablar con semejante desparpajo, una alegría pertinaz que no significaba que se interesase por todo, al contrario, nunca le vi alegremente interesarse por nada ni por nadie, que no fuera él, su ordenador y su coche. Era la alegría propia del optimismo obligatorio que ha acabado imponiendo al mundo la digitalización de la existencia.


¿Se puede hablar, todavía, en términos de vanguardia, o de avanzadilla, o de ser especiales por ser los elegidos, sin temor a no decir nada, a quedarte, como en aquella película de Chaplin, solo detrás de tu pancarta? Porque no hay nadie que ahí escuche, o que ahí se mantengan las condiciones de ser necesario. Es una pregunta que, a mi entender, tortura hoy en silencio a los de ‘nada a largo plazo’. Probablemente la alegría de los monos digitales no sea nada más que una respuesta no consciente a ese malestar oculto que los aflige. De vez en cuando, lo quiera o no, debido a la lectura obligatoria que tengo que hacer cada día al salir de casa del libro de la naturaleza de Galileo, como los católicos hacen lo propio con la Biblia, me viene a la cabeza una imagen en la que un matemático llena de fórmulas pizarras enteras, hasta llegar más allá de los confines del universo imaginable, tratando de descifrar su misterio. Y en esa obsesión por leer una y otra vez el libro sagrado (los que ayer se creían vanguardistas o elegidos) o por llenar con fórmulas, o relaciones entre números, pizarras enteras de forma ilimitada (los que les han sustituido hoy de la mano de Galileo) veo la alegría inconsecuente de quienes se creen capaces de abarcar lo inabarcable. Y también veo tanto su miedo al fracaso, como su carácter incontenible por seguir fracasando. Ni a los vaticanistas se les ocurrió en su día leer la Biblia de otra manera, ni a los monos digitales leer el libro de la naturaleza desde otra óptica, que no viera lo que ya vio Galileo. La Biblia no es solo el libro sagrado, es la gran novela de Dios como creador del mundo, por tanto, no es patrimonio de la Iglesia, sino de toda la Humanidad. Igualmente el libro de la naturaleza no es patrimonio de los que manejan con destreza la exactitud de los números, sino también de quienes han aprendido a leer en la ambigüedad y misterio de las palabras, que son las que, al fin y al cabo, dibujan con su ambigüedad y misterio el límite al universo. Un límite que determina el ámbito de la escucha y la necesidad de los seres humanos. Y aquí irrumpe una palabra, la rutina, de la que no quieren oír ni hablar los nuevos lectores de la naturaleza, los monos digitales, seguramente por el mal uso que durante cientos de años hicieron de ella los lectores de la Biblia. Sin embargo, tengo para mí que sin rutina no puede haber creatividad. Estas son las coordenadas del sitio al que aludía anteriormente, que es donde pienso uno se equivoca menos.