Ahora que he vuelto sobre aquellos años pienso que el del mini rojo debería haber luchado, en lugar de cultivar tanto su imagen de fantoche, por darle un sentido a lo que le estaba tocando vivir. No lo hizo. Como tantos fantoches igual que él prefirió dejarse llevar por la espuma de los días de una sociedad que de repente empezó a abominar de la rutina, a no querer hacer nada a largo plazo, a dejar de oír y poner en práctica el significado milenario de la palabra paciencia. El problema para el del mini rojo, como para tantos monos digitales que entonces comenzaban su carrera de saltimbanquis, fue que hacer consigo cuando esa sublevación contra la rutina triunfa. Pues el triunfo es, para entendernos, en la lógica que marcan la espuma de los días que pasamos y vemos juntos, o también, nada volverá a ser inexplicable, no en los pliegues del alma oculta de cada uno al volver a casa. Sus noches volvían a quedar bajo la costra de la rutina. Las apariencias volátiles con que cada día se presentaba en la fábrica, o en alguna comida de Navidad en que coincidimos, no se correspondía con las apariencias con que mi padre se despedía de mi, cuando era niño, antes de irme a la cama, o cuando lo iba a visitar a la cadena de montaje en la fábrica. Algo cambiaba a la velocidad de la luz y algo seguía circulando a la velocidad de la paciencia de Job. El bienestar exterior que trae la digitalización de la existencia - vamos, estoy hablando de las tan manoseadas dos palabras, clase media - está a servicio de la comodidad de la vida (la vida sin estorbos, la vida sin problemas o con problemas que tengan solución inmediata), que no es lo mejor de la vida, es decir, la vida auténtica.
Hay dos libros que en su día metieron baza con éxito de lectores en esta conversación permanente sobre quién es quién a la hora de imaginar los cambios del mundo. Y lo hicieron en uno de los momentos de cambio más trascendentales, sino el que más, de la historia de la Humanidad. Me estoy refiriendo a la colaboración de Diderot en la “Enciclopedia”, libro fundacional, por otra parte, del movimiento ilustrado y a “La riqueza de las naciones”, de Adam Smith. En el libro de Richard Sennet, que vengo comentando, se lee lo siguiente a comienzos del capítulo 2 titulado, precisamente, Rutina. “Sin embargo, en los albores del capitalismo industrial, no era tan evidente que la rutina fuera una lata. A mediados del siglo XVIII parecía que el trabajo repetitivo podía conducir en dos direcciones diferentes: una positiva y fructífera, otra destructiva. El lado positivo de la rutina aparece descrito en la gran ‘Enciclopedia’ de Diderot publicada entre 1751 y 1772; el lado negativo de la jornada de trabajo regular se describe con tintes radicalmente distintos en ‘La riqueza de las naciones’ de Adam Smith, publicado en 1776. Diderot creía que la rutina podía ser como cualquier otra forma de memorización, un profesor necesario; Smith, por su parte, creía que la rutina embotaba la mente. Hoy la sociedad está del lado de Smith. Diderot sugiere lo que podríamos perder si nos decantamos por lo contrario”.
Más de doscientos años después de su publicación, lo que es evidente es que nuestra sociedad es una república mercantil, en el sentido de que los vínculos sociales y la cohesión social están determinados cada vez más por el mercado. Globalización significa simplemente hegemonía del mercado por encima de los Estados, las comunidades y las culturas. Frente a esta abusiva hegemonía la única respuesta hasta ahora es resistir de forma reactiva. Es decir, refugiarse en las comunidades tradicionales, ya establecidas, y protegerse con los vínculos que ahí son igualmente preexistentes, bien sean de nacimiento, de sangre, de ideología, de gremio, de ciudadanía o de religión. Lo que ocurre es que la resistencia reactiva, convertida en un fin en sí misma, se hace reaccionaria pues el imperativo colectivo acaba ahogando hasta hacerlo desaparecer, como una amenaza, cualquier atisbo de voluntad individual diferenciada. Y eso ocurre no solo en las comunidades tradicionalmente cerradas, sino que se ha extendido, y eso es lo preocupante, a las nuevas comunidades que, formadas por individuos de profesiones liberales procedentes de la económica flexible y digital, han abrazado con un inusitado fervor, digno de Savonarola, la corrección política y social. Apareciendo así lo digital como el nuevo cemento, que une y da esplendor.
Lo que propongo es resistir de forma creativa, vinculándonos a comunidades no establecidas, ni con el lenguaje, ni con los ritos y rituales, es decir, comunidades que se forman y existen como tales solo en el momento mismo del acto creativo. Algo que no tiene nada que ver con el artisteo contemporáneo - comunidad establecida donde las haya - hijo predilecto, como no, de la república mercantil antes aludida.