lunes, 14 de agosto de 2017

LOS HOMBRES DE DAVOS

En el departamento técnico de obras y servicios imperaba todavía una ética del trabajo a la vieja usanza. Esfuerzo y autodisciplina, así como buena preparación y respeto a los mayores. Se ceñía con bastante precisión a lo que mi padre me había recalcado, una y otra vez, como santo y seña de mi conducta en la fábrica. Los monos digitales empezaban a aparecer en los departamentos de informática, pero todavía eran una rareza aunque ya apuntaban maneras. Había uno, con el que tuve una mala experiencia en la mili que me costó una semana de arresto, que llegaba todos los días a trabajar conduciendo su mini rojo. Ni que decir tiene que todavía no había oído hablar de Sillycon Valley ni de los hombres de Davos. Con los años entendí que el hombre del mini rojo era un adelantado de esos dos lugares fundacionales de la nueva economía digital que se avecinaba. Lo único que de todo aquello para mí tenía algún sentido era la palabra Davos, pero, vinculada, claro está a la tuberculosis y a la gran literatura. Había leído “La montaña mágica”, de Thomas Mann, unos años antes por recomendación de un profesor de la escuela de aprendices. La propuesta surgió en una conversación entre los compañeros de mi clase, que él nos propuso, sobre los asuntos que preocupaban en esos momentos a chicos recién iniciados los primeros pasos de la juventud, bajo la influencia de la turbulenta adolescencia no acabada. En aquellos años todavía se podían dividir así los ritos de paso entre las diferentes edades y que tu interlocutor supiera de que estabas hablando. Fue justamente con el hombre del mini rojo con quien este axiología comenzó a resquebrajarse. El ya tenía bastante desarrollados los rasgos indefinidos e indeterminados del mono digital del futuro inmediato. Con el del mini rojo viví por primera vez la experiencia, sin entender lo que significaba, de nada a largo plazo. El eslogan posterior de la economía digital por venir, le sentaba ya al del mini rojo como un guante a su mano. Era flaco como un suspiro, de ademanes chulescos de taberna pero aderezados con una sofistificación, que iba improvisando sobre la marcha, como casi todo lo que hacía. Cuando alguna vez coincidía con el en la máquina de café hablábamos, pero nunca supe lo que hacía. En su calculada indeterminación me decía que pudiera que yo duraría allí sentado sobre el tablero de dibujo, pero que no acabaría de llegar a ninguna parte, sin embargo, él desprendido de ese afán de durar a toda costa donde en ese momento se encontraba, estaba convencido de que llegaría más lejos. Ese dislocamiento incomprensible para mí que tenía del tiempo y del espacio, he de reconocer que me subyugaba. Más tarde, a la hora de la salida de la fábrica, cuando lo veía subirse al mini rojo, que indefectiblemente aparcaba enfrente de la entrada de la fábrica, y salir pitando con todo el lujo de pirotecnia de que era capaz con el juego de embrague, me acababa convenciendo de que aquel hombre del mini rojo, no dejando nada para el largo plazo, sabía hacia dónde iba. Si tienes en cuanta que lo que más había oído al respecto de esa elasticidad del tiempo y el espacio de la que hablaba el del mini rojo, era la recomendación de mi madre de que no me gastara lo que no tenía y que, por supuesto, nada a plazos. Ahora ya sé que aquel hombre fue la primera versión del nuevo hombre de Davos. No acabada, ciertamente, pero tampoco era su misión en la tierra. Un día, el hombre del mini rojo apareció con un porche amarillo. 


El otro hombre de Davos que yo conocía se llamaba Hans Castorp. Un joven ingeniero que acude a Davos a visitar a un primo suyo militar, Joachim Ziemsen, seriamente enfermo de tuberculosis. Castorp cae enfermo también y se termina adaptando al ritmo lento y sedante de la vida del sanatorio dónde está ingresado. Aquí se enamora de Nadia Chauchat, a la que dedica una de las más  hermosas declaraciones de amor de la literatura moderna. Tiene tiempo también, en Davos de principios del siglo XX había tiempo para todo, de escuchar las conversaciones entre Settembrini y Naphta, que representan dos concepciones de la vida y de la historia perfectamente irreconciliables. Pero en ese Davos ficticio había lo que era posible imaginar desde el mundo real, antes de que la primera gran carnicería lo desmintiera todo como es el cometido de toda guerra: volver a recordarnos nuestro verdadero estatuto de simios. Hay en el Davos de Mann, para entendernos, pensamientos abstractos convertidos en material novelesco, una perfecta utilización del tiempo narrativo, una capacidad para dar vida a un riquísima galería de personajes, una indudable maestría para integrar en el relato elementos simbólicos sin que se rompa su equilibrio. La pregunta no se deja esperar, ¿con los tejemanejes de los hombres que hoy visitan anualmente Davos, no para curarse la tuberculosis, sino para decidir el rumbo del mundo durante el próximo año, es posible imaginar el mundo posible que le corresponde, como hizo Thomas Mann con el suyo? ¿O el mundo real del Davos de hoy no admite ya la imaginación? Porque Davos es Davos. O lo compras o lo dejas.