Decía que la necesidad es la condición de posibilidad de lo existente. Es un atributo del carácter humano, que - cómo dice Sennett - “sufre un cambio radical en el capitalismo moderno. El sistema irradia indiferencia. Y lo hace en términos de resultados de esfuerzo humano, como en los mercados del ganador que lo lleva todo, donde es escasa la conexión entre riesgo y recompensa. Irradia indiferencia en la organización de la falta de confianza donde no hay razón para ser necesitado. Y lo hace a través de la reestructuración de instituciones en las que la gente se trata como prescindibles. Estas prácticas disminuyen obvia y brutalmente la sensación de importar cómo persona de ser necesitado a los demás (…). La indiferencia del viejo capitalismo de clase era crudamente material; la indiferencia que irradia el capitalismo flexible es más personal porque el sistema mismo está menos marcado, es menos legible en su forma”.
Mi padre, a pesar de ser poco hablador, me trasmitió siempre la sensación de que sabia donde estaba y quien era. El del mini rojo, a pesar de todos sus aspavientos y postureos, me daba la impresión de que estaba perdido en el incipiente bosque digital, y que esa espesura le impedía saber quién era en algún claro del bosque. Pero el ‘nada a largo plazo’ - lo he comprendido mejor ahora - era paradójicamente, junto con sacar el máximo beneficio de esa brevedad temporal, su tabla de “salvación” momentánea. Hoy es el relato plantilla de toda la propaganda y publicidad: tienes poco tiempo, por eso no te pongas límites. En la existencia digital el tiempo de la experiencia se mide a golpe de click y el espacio virtual es todo lo que aparece después de ese golpe, que, como puedes comprobar cada día en las pantallas, son todos universos inimaginables. Justo lo contrario de lo que preconizó Goethe a los románticos de 1800: ‘limitarse en el espacio es expandirse en el tiempo’, intuyendo que la explosión imaginativa de aquellos jovenzuelos sabelotodo iba a atentar, a largo plazo, directamente contra el corazón de la dignidad del ser humano - ese mínimo común múltiplo que nos permite reconocernos como miembros pertenecientes a nuestra especie -, como al final está sucediendo en la época del capitalismo flexible y de la digitalización de la existencia.
Lo que Goethe les vino a decir a los románticos de 1800, y sobre todo a sus imitadores posteriores, fue que hay que hacerse cargo del mundo que heredamos, con la vida que cada uno tiene en propiedad. Es importante saber distinguir y administrar con tino esta doble característica de nuestra naturaleza: herederos y propietarios. No podemos extendernos ilimitadamente hacia lo desconocido a costa de romper, incluso, todo lazo de conexión con lo que creemos que ya conocemos, o damos por conocido definitivamente. Lo que Goethe anticipó fue que no todo lo desconocido se encuentra hacia adelante en el carril de la Hsitoria, ni que lo que creemos saber es lo mismo que lo que realmente sabemos de las historias que se quedan en la cuneta de aquel carril. Nuestra vida se mueve hacia adelante, pero saber sabemos en el tiempo heredado, que es el tiempo recobrado. O dicho de otra manera, la diferencia entre ‘como en casa en ningún sitio’ (Blaise Pascal) y ‘nada a largo plazo’ (Bill Gates) - dos metáforas que se disputan el imaginario del mundo en el tercer milenio - se encuentra en la tradición que existe entre el mito ancestral y el novum moderno. El mito ancestral no es lo que estorba a lo nuevo para desplegar toda su incodicionada potencialidad, sino su verdadera y previa condición de posibilidad. A mi padre era imposible verlo fuera de la tradición de los carpinteros que existía dentro de su familia por vía paterna. Fue ahí donde cumplió todos los ritos de paso hasta conseguir tener, con plena aquiescencia de sus superiores, su taller propio. El del mini rojo parecía un tipo venido de la nada. Años más tarde, cuando estudiaba en la universidad, me enteré que a esa manera de proceder se le llamaba: el self made man, o el hombre que se hace a sí mismo. Y también me enteré que era el nombre del mito moderno. O sea, que el del mini rojo - y por extensión todos los que defienden dentro de la digitalización de la existencia y el nada a largo plazo - movía sus extravagancias novedosas dentro del campo de acción narrativo de la tradición de los mitos. Del mito del hombre digital, flexible que es también descreído y, sobre todo, olvidadizo. Muy olvidadizo de lo reciente, que es la base de su creencia a ciegas en el relato de sí mismo. Si el mito ancestral se fundamentaba en su transmisión oral, lo que lo hacia fácilmente penetrable por el olvido, el mito del hombre digital hecho a sí mismo se fundamenta en la virtualidad propagada a la velocidad de la luz, lo que lo hace, de forma inopinada manejando tanta información, igualmente asequible a la penetración del olvido. El mito ancestral por constricción y lentitud, y el digital por expansión y rapidez ilimitada acaban encontrándose y repitiéndose en el mismo sitio original. Ayer entre los ritos y rituales de la aldea, hoy entre los de la red de internet. Esa madre de todas las aldeas. Lo que ocurre es que el digital se cree parte de lo último, de lo novísimo, cuando en realidad es más de lo mismo. Lo nuevo que pide el mito digital, no es el mito mismo, no es el hombre hecho a sí mismo, no es el del mini rojo, para entendernos, es un nuevo logos. Encarnado en el relato que nos espera y que corresponde a nosotros construirlo. Hacernos cargo, como miembros primigenios de esta nueva era digital, de que esos relatos duren lo suficiente para que puedan ser transmitidos y, sobre todo, leídos y entendidos por las generaciones posteriores. Justamente el problema que adolecen, como dice Richard Sennett al principio de este escrito y repite con insistencia en muchas de las páginas de su libro, “La corrosión del carácter”, todos los relatos de quienes quedan atrapados en la reconversión digital y flexibilización de sus profesiones. Justamente lo que le ocurrió a mi padre al principio de entrar a trabajar en la fábrica (del descalabro lo salvó su acendrado carácter de carpintero). De repente, sus profesiones y sus vidas privadas se hacen ilegibles para ellos mismos y para quienes les rodean. De repente, son unos don nadie.