martes, 8 de agosto de 2017

INDIFERENCIA LABORAL

Los vientos alemanes, innovadores y flexibles, irrumpieron dividiendo en dos la provincia fabril donde trabajaba. Por un lado los del taller y por otro los de las oficinas. Los que vestían mono blanco y los que vestían bata blanca. Todos juntos formaban el ejército de gallinas blancas que ya he mencionado. La flexibilidad que introducían los nuevos métodos de organización digital del trabajo fue mejor acogida, en principio, por los de la bata que por los del mono. Eso motivó la creación y el fortalecimiento del comité de empresa y la transformación subsiguiente de los gallinas blancas en luchadores de vanguardia obrera. Todo lo cual no modificó un ápice los planes de absorción alemana. 

Los trabajadores de mono blanco eran los que carecían de cualificación profesional, los No Cualificados. Semejante calificativo, que no deja de tener un aire despectivo, se empezó a utilizar con la llegada de los alemanes. Era la categoría a la que estaba adscrito mi padre. Años más tarde, cuando ya se había jubilado, le pregunté un día como le sentó este cambio en la forma de nombrar su profesión. Pasar de ser alguien, carpintero reconocido, a no ser nadie, un no cualificado indistinto entre otros muchos no cualificados a una cadena de montaje pegados. Mi padre dejo de construir muebles a base de pasar la garlopa o la lima sobre la madera, de encolar las patas de las sillas, en fin, dejó de tener la visión de conjunto sobre su trabajo y se puso a apretar botones en la cadena de montaje de los alternadores par los coches. Después ascendió y se puso a medir el tiempo, apretando el botón de un cronometro, del montaje de las piezas de cada alternador. Perdí la fuerte identidad laboral de carpintero,  me dijo, a cambio de una indiferencia, que no dejó de aumentar, hacia la nueva profesión que me encomendaron dentro de la fábrica. 

La imagen de carpintero de mi padre no solo era doméstica y moral, era, sobre todo, una imagen de índole creativo. No era algo que hiciera, digamos, de forma consciente con el ánimo de ocupar un sitial en la posteridad. Como buen artesano nunca estuvo tentado por los humos del artisteo de matriz romántica. Nunca lo tuvo como objetivo superior. Simplemente la imagen de su vida se desprendía de su forma de aprender a mirar, que es otra manera de decir aprender a pensar. Era proverbial su capacidad de concentración cuando estaba trabajando en el taller que había habilitado en la misma casa donde vivíamos. Por más que le preguntaba sobre algo que llamaba mi atención, nunca abandonaba su concentración para responderme. En todo caso después, cuando creía haber visto lo que buscaba, se dirigía a mi con paciencia infinita, pues muchas veces le preguntaba lo mismo que días antes ya me había explicado. Por lo tanto, mi padre, como tantos otros que tuvieron que pasar por el mismo trance, no solo perdió su identidad profesional como carpintero, acuñada en casa como en ningún sitio, sino que dejó de hacerse cargo de la imagen de su vida, pues en la cadena de montaje alemana nada era a largo plazo. Si en casa, es decir, en el taller de carpintería todo era legible e inteligible, en la cadena de montaje todo se hizo extrañamente ininteligible e incomunicable. Ahora siempre que bajaba a hablar con mi padre, no tenía que esperar ni un segundo para que me prestase su atención. La breve conversación que manteníamos mientras tomábamos un café de maquina, pienso que aliviaba en parte la creciente indiferencia laboral que se iba apoderando poco a poco de él. Lo que no le impidió adquirir una conciencia infelizmente disociada que le revelaba, no obstante, las cosas como eran y el lugar donde él estaba. Algo que al día de hoy es lo que más le agradezco como imagen de su vida, tal y como han derivado las cosas y las personas a la busca desesperada de ese mundo feliz de Huxley, donde la mayoría quiere alojarse para siempre. Esa fue, a mi entender, la explicación del por qué nunca se quiso implicar en la lucha contra la invasión alemana y sus métodos de flexibilización laboral. El daño para él ya estaba hecho, y se encontraba en lo más profundo de su alma. Ninguna lucha exterior tenía capacidad suficiente para reparar nada de lo que estaba averiado en sus adentros.

Sennett lo cuenta con el oficio tradicional de los panaderos, para mostrar, igualmente, cómo la digitalización y flexibilización de la experiencia laboral tiene, como efectos inmediatos, una pérdida de inteligibilidad sobre las tareas que el trabajador realiza y un olvido paulatino de su pensamiento crítico. O dicho de otra manera, la digitalización y la flexibilización de la experiencia laboral impone de forma radical y sin tapujos la creencia positivista de que se puede separar quirúrgicamente el lenguaje. Independizarse por una parte del mundo y por otra del pensamiento. Sennet dice así, “El pan se ha convertido en una representación en pantalla. Como resultado de este método de trabajo, en realidad los panaderos ya no saben cómo se hace el pan. El pan automatizado no es una maravilla de la perfección tecnológica; las máquinas a veces se equivocan en los panes que están cocinando, por ejemplo, y no calculan correctamente la fuerza de la levadura o el color real del pan. Los trabajadores pueden juguetear con la pantalla para corregir un poco esos defectos; lo que no pueden hacer es arreglar las máquinas o, lo que es más importante, preparar pan manualmente cuando las máquinas se estropean, cosa que ocurre con bastante frecuencia. Los trabajadores dependen de un programa informático y, en consecuencia, no pueden tener un conocimiento práctico del oficio. El trabajo ya no les resulta legible, en el sentido de que ya no comprenden lo que están haciendo”.
La imagen de sus vidas ya no puede consistir en ser unos buenos panaderos, la digitalización se lo impide, ni ser unos buenos padres, pues tienen que buscar otros trabajos ya que la flexibilidad laboral así se lo impone. Solo les queda la posibilidad de dar el ejemplo a sus hijos siendo unos eficaces consumidores.