Los nuevos dueños de la fábrica pronto aplicaron su ley. Empezaron a ser frecuentes los viajes a Alemania, para aprender los nuevos métodos de organización y producción laborales más flexibles y, al mismo tiempo, se pusieron en marcha los cursos de aprendizaje de la lengua alemana. La reacción a esta, digamos, invasión no se hizo esperar. Y lo que Sennett menciona en su libro, “los europeos, a partir de Tocqueville, tienden a tomar el valor nominal por realidad; algunos deducen que nosotros, los americanos, somos de hecho una sociedad sin clases, al menos en nuestras costumbres y creencias - una democracia de consumidores -; otros como Simone de Beauvoir, mantienen que estamos irremediablemente confundidos en lo tocante a nuestras diferencias reales”, se aplicó de manera inconsciente en el ambiente provinciano de la fábrica. De repente, la plantilla de trabajadores, conocida en la zona industrial donde se ubicaba la fábrica como los gallinas blancas - debido al color de los uniformes oficiales de la empresa, y a su proverbial cobardía frente a los conflictos laborales -, se convirtió en la vanguardia más combativa de la zona y de la provincia. La “invasión alemana” nos hizo tomar conciencia de que formábamos parte de lo que Marx elevó a concepto teórico cien años antes, a saber, la clase obrera. Los antiguos gallinas blancas nos habíamos convertido en el ejemplo a seguir por el resto de trabajadores de nuestro entorno, frente a las agresiones no capitalistas y su obsesión flexibilizadora del trabajo. Pero te quiero resaltar, al hilo de lo que continúa diciendo Sennett, “las personas que entrevisté hace un cuarto de siglo no eran ciegas; tenían una manera bastante legible de calcular la clase social, aunque no a la manera europea. La clase implicaba una estimación bastante personal del yo y de las circunstancias. De este modo se pueden trazar líneas muy nítidas entre las personas”, que el nuevo estatus de valiente vanguardia blanca era ilegible, en comparación con el de cobardes gallinas blancas. Y es que una de las consecuencias inmediatas de la corrosión del carácter, debido a las nuevas exigencias de flexibilidad del mercado laboral, es también la ruptura personal y social que nos producen esos cambios, y la confusión que se antepone ante la necesidad prioritaria de religarnos. ¿En el interior de la clase o en la intimidad del carácter?
Un dilema que se repite cíclicamente, y que en el caso a que me refiero, no en balde pertenecemos a la Unión Europea, se resolvió a favor de las obligaciones de la clase. Y de la ilegibililidad individual de lo que nos estaba ocurriendo. Lo que quiero decir es que cuando éramos unos cobardes gallinas blancas sabíamos dónde estábamos, y quienes éramos, unos cobardes, pero con la transformación en la vanguardia blanca contra la “invasión alemana” perdimos, sin darnos cuenta, nuestro relato personal. No me cabe ninguna duda de que ser un cobarde es un relato mucho más presentable en el mercado global del sentido, que ser un abanderado colectivo de la lucha contra el invasor. Es mucho más significativo, en términos narrativos, quien deserta que quien se inmola en el campo de batalla. Para el segundo serán las medallas y los honores de la Historia con mayúscula, pero el primero recabará la atención de las historias con minúscula, las que, al fin y al cabo, todos necesitamos para conseguir religarnos por dentro de la corrosión que nos asola al salir de casa para ir a trabajar. Antes de la llegada de los alemanes los gallinas blancas vivíamos más cerca de la fábrica de papel de Diderot que Sennett menciona en su libro, y cuyo secreto radicaba en sus exactas rutinas, es decir, estábamos como en casa y sentíamos honestamente que como en casa en ningún sitio. La llegada de los alemanes supuso entrar, de la noche a la mañana, en la fábrica de clavos de Adam Smith y su nada a largo plazo, ya que pensaba que esas imágenes de evolución ordenada, de fraternidad y serenidad, que preconizaba la fábrica de Diderot, representaba un sueño imposible. “La rutina, al menos en la forma de capitalismo que Smith observó, parecía negar cualquier conexión entre el trabajo corriente y el papel positivo de la repetición en el arte”. Fue así como el oscuro impulso a hablar de aquella cobardía, de la que éramos plenamente consciente, desapareció y ocupó su lugar una clara conciencia de clase, que como todo lo que es claro sin más no dejó de ser otra cosa que un dogma, por otro lado incomunicable, y únicamente creíble a pies juntillas y aplicable, fatalmente aplicable, como única respuesta a la invasión alemana.