jueves, 10 de agosto de 2017

EL DESTINO

“No me basta que sepas que es esto, me basta con que estés impresionado”. Nunca las palabras de un gánster de poca monta, dichas en una película del montón, dieron con tanto acierto en la diana del mundo de la digitalización y flexibilización laboral en el momento presente. Si te fijas es el santo y seña de todo adelantado, o vendedor de humo, que se precie y que quiere tener éxito. El valor no viene del trabajo incorporado al producto, sino de la apreciación subjetiva del consumidor. Y el consumidor lo único que quiere es, a cuenta de una necesidad tan inaplazable como inexplicable, que lo impresiones cada día del año. Ni que decir tiene que no era en eso en lo que estaba pensando Pico della Mirándola cuando en 1486 lanzó al mundo el manifiesto inaugural del Renacimiento, conocido como “Discurso de la dignidad del hombre”, que le provocó no pocas controversias ya que se oponía frontalmente a la ortodoxia cristiana. “Quita tus manos de ti mismo; tratas de construir y construyes una ruina”, proclama San Agustín. Pico della Mirandola es uno de los primeros filósofos que celebran - arriesgándose a ser tachado de soberbio y hereje - el planificar la propia existencia. Sabía de los riesgos que existían al tratar de navegar en  el mar desconocido que llevamos dentro, al igual que los navegantes de su época que estaban explotando los océanos ignotos que rodeaban la tierra firme. Pero la voz narradora del discurso de Pico tiene una misión  histórica, de la que carecía el campesino medieval.  El caso fue que con Pico della Mirandola comenzó el viaje - pues lo entendía así - llamado destino con el mando a distancia del libre albedrío. Un viaje que como te he contado con la lectura del Romanticismo acabó, quinientos años más tarde, en una colosal tragedia, a la que nosotros damos continuidad sobreviviendo dentro de un inexplicable laberinto. Probablemente en este laberinto del novum moderno en que nos encontramos hemos entrado sin pensarlo, seducidos por el autoengaño de que éramos dueños de nuestro destino, pero lo que no cabe ninguna duda es que para salir de él nos tenemos que poner a pensar, sin ninguna garantía de lo que pueda llegar a ser ese destino nuestro. Como verás el giro lingüístico y de percepción no puede ser más desconcertante e intimidatorio. Creyendo que nos movemos hacia lo mejor de cada uno, hemos quedado atrapados en la inmovilidad indistinta del mito que nos acoge a todos. Desear siempre el cambio o el cambio del cambio - que nada sea a largo plazo, aunque intuyamos desde el principio el fracaso - nos obliga a mantenernos en la espuma de los días, dejando de lado por inservible la experiencia con el lado profundo y misterioso que todo día también tiene. Esa superficialidad perfectamente consentida y alentada en las sedes laborales, que por exigencias del consumidor se extiende a las sedes familiares y escolares, tiene unos efectos autodestructivos sobre el carácter de las personas adultas y menores de edad. Como señala Sennett, citando a Richard Rorty, “uno pasa de creer que nada es fijo a no soy totalmente real, mis necesidades no tiene sustancia. No hay nadie, ninguna autoridad que reconozca su valor”. ¿No te evocan las palabras de Rorty a las de San Agustín? Entonces, ¿de qué ha servido la declaración sobre la dignidad humana de Pico? ¿A cambio de qué la hemos perdido? o ¿dónde la hemos extraviado sin que nos hayamos dado cuenta todavía? ¿No te parece que es necesario, no volver a los tiempos duros del campesinado pero si a pensar de nuevo la moral que acompañaba a sus vidas? ¿No intuyes que si, por un lado, con la digitalización y flexibilización laboral ganamos levedad, espumosa superficialidad, poder sin autoridad, entrenadores en lugar de capataces, por otro perdemos anclaje en el lado oscuro de nuestra existencia, que por mucho que lo intenten la digitalización y la flexibilidad laboral no deja de estar presente en nuestra vida privada e íntima, hasta el punto de hacer aquella levedad laboral insopprtable, como decía Kundera con el ser que en definitiva es lo que la aguanta?  

Después de los años de aprendizaje en las escuela fabril, me incorporé al departamento técnico de obras y servicios dentro del área de mantenimiento general, que se encargaba de la puesta a punto y reparación de las instalaciones del recinto de la fábrica. En concreto yo empecé a trabajar como delineante. Me gustó aquella primera toma de contacto con lo que estaba destinado a ser mi oficio. Pero esa complacencia laboral pugnaba dentro de mi, como no podía ser de otra manera en los incipientes tiempos de flexibilización y digitalización que ya asomaban la nariz, con la idea de cambio. Con la idea absurda de que no valía con estar y sentirme bien trabajando mis correspondientes ocho horas, sino que tenía que hacer algo más. Y, ¿qué podía ser ese algo más que iniciar mi camino hacia la universidad, que se había quedado abruptamente cortado, tres años antes, al tener que entrar en la fábrica? Si hoy me preguntas por qué lo hice, no sabría responderte. Algo me ocurrió, supongo que como heredero del Renacimiento y del Romanticismo, que me impidió seguir la senda que me marcaba el estoicismo de mi padre, que a pesar de todo aún mantenía firme en el núcleo duro e íntimo de su carácter. Nunca volvío a tocar un mueble con las manos, pero cuando emigró hacia la fábrica para darme un mejor futuro, su alma estaba hecha a aquel mundo, y se debía por completo al tacto y el olor de la madera. Pero aquel estoicismo paterno era insuficiente para mí. Observaba que mi padre iba durando, año tras año atado a la cadena de montaje, como el campesino lo estaba a la tierra, y como yo, si no hacia algo, estaría al tablero de dibujo. Este era el destino de los que no deciden, pensaba entonces. Como me ordenaban los cánones empresariales que se iban imponiendo, yo no solo quería durar día tras día, sino evolucionar hacia algún tipo de destino que la historia, a buen seguro, me tenía reservado. Sin más dilación, me puse a estudiar por la noche. Una heroicidad propia del guerrero Aquiles.