Antes de la llegada de los alemanes yo había conseguido ubicarme dentro del entramado fabril a la usanza, digamos, que me había inculcado mi padre. Tuve antes un par de escarceos de esos que ahora forman parte de la cotidianidad adolescente. Uno deportivo, se me ocurrió decirle a mi madre que quería dedicarme al tenis, dadas mis buenas cualidades demostradas en las pistas recién inauguradas en el barrio. La broma costaba cien mil pesetas la inscripción más las quotas mensuales. Mi madre se echó a reír y me dio un billete de cinco pesetas para que me tomara algo. El otro escarceo no salió de mi cabeza, era acceder a la universidad para estudiar la carrera de medicina. En esta ocasión fue mi padre quien me señaló el camino de lo que iba a ser mi destino. La escuela de aprendices en la fábrica donde él había recalado después de abandonar su taller de carpintería. Dicho y hecho. Y sin protestar por lo del tenis y la medicina. Todavía eran tiempos en los que, a pesar de lo que había hecho mi padre con su profesión, y de la conciencia infelizmente disociada que tal decisión le había producido, imperaba el lema de Diderot en su fábrica, “como en casa en ningún sitio”. O como dice Sennett, “el campesino sabe que no hay victorias decisivas sobre la naturaleza: la victoria es una ilusión. Para Virgilio, el valor moral de la agricultura es el que enseña la resolución permanente, al margen de los resultados. Y en las Geórgicas, Virgilio da al adagio de Hesiodo - el que pospone se enfrenta a la ruina - un nuevo significado. El campesino que todos llevamos dentro lucha contra la capacidad de arruinarse a sí mismo. Las Geórgicas trasladan la anarquía de la naturaleza a una visión de la anarquía interior, psíquica: contra esas batallas interiores la única defensa del individuo es organizar bien el tiempo”.
No sabía todavía que esa iba a ser la principal aprensión durante el tiempo que permanecí en la fábrica. Me refiero a ese tipo de ansiedad que se apodera de uno cuando vive dentro de un ambiente en el que el paso del tiempo se organiza sin que tu experiencia, es decir, la memoria de lo que tú eres, tenga un valor tendente a cero. Y donde, por otro lado, la victoria es un objetivo y los resultados si que importan, son lo que más importa. Todo esto formaba parte de lo que no se veía, pues era literalmente invisible, en el recinto fabril cuando yo entré. Aunque mi padre era consciente de ello, nunca me dijo nada. Aunque él estaba encuadrado dentro de los no cualificados, sabía de que le hablaban cuando le dijeron que su hijo podía desarrollar su vocación dentro de las diferentes carreras profesionales que, dentro del grupo de los trabajadores cualificados, los de la bata blanca, formaban parte del organigrama general de la empresa. Mi padre nunca perdió su alma de carpintero, lo que de forma no explícita fue una luz en los inicios de mi andadura profesional.
Los trabajadores cualificados, con su bata blanca impoluta durante toda la semana, trasmitían ese aire de higiene hospitalaria que era la imagen que los dueños de la fábrica eligieron para inyectar la salud y la confianza necesaria a sus productos. Eran los homo faber y los homo sapiens del entramado fabril. Eran los hombres que se hacían a sí mismos. Por usar el lenguaje que, aunque en ese momento era casi inexistente, fue el que poco a poco, y de forma acelerada cuando llegaron los alemanes, acabó imponiéndose. Yo, ni que decir tiene, y con la bendición de mi padre, desde el primer minuto que pisé la fábrica estuve destinado a vestirme laboralmente con una bata blanca. Rápidamente me di cuenta, no por mi especial discernimiento sino porque esa era la atmósfera que allí se respiraba, quien seguía con la lógica campesina y quien tenía conciencia plena de ser una hacedor de sí mismo, siguiendo el precepto de Pico della Mirandola que Sennett menciona en su libro. “Es propio del hombre tener aquello que escoge, y ser lo que quiere. Más que mantener el mundo como lo ha heredado, tenemos que darle nuestra forma; nuestra dignidad depende así de que lo hagamos”.
Yo era de estos, quería tener un relato propio y apropiado. Es decir, verosímil. Más tarde he pensado que con esa decidida actitud que manifesté desde el principio, mis padres se sintieron aliviados en su culpa por haberme cerrado el paso a la escuela de tenis y a la universidad. Aunque por otro lado creo que es demasiado pretencioso, propio de quien se declara hacedor de sí mismo, saber de las culpas y pecados ajenos.