La Irrealidad de La Guerra se proyecta en la actualidad de forma inquietante en una sociedad dominada cada vez más por una Irrealidad Digital, en la que parece que no es imaginable la guerra, pues aquella se ha hecho increíblemente cara y suntuosa, es decir, hemos adquirido conciencia de todo lo que perderíamos si nos dejásemos llevar por los cantos de sirena de los guerreros tipo Jünger. Todo lo cual no ha impedido a los últimos emuladores del Romanticismo digital llamar a nuestra época nuclear, no inestablemente pacífica, sino pomposamente pacifista. Es por ello que nunca como hoy se hace necesario recordar la intuición que Rilke dejó escrita en la primera elegía de Duino: “la belleza no es sino el comienzo de lo terrible”. La belleza digital millenials aupándose por encima de todas las bellezas, se convierte, según las predicciones de Rilke, en las más terrible y amenazadora. Tenlo en cuenta.
El ejemplo primero de esa letal secuencia, belleza-terror, fue la ciudad de Berlín en el periodo de entre guerras, donde se instaló un nuevo espíritu, digamos, escaldado respecto a todo lo referente al Romanticismo belicista precedente. Un espíritu que espoleado por las vanguardias artísticas y tecnológicas pretendió instalar una nueva manera de mirar el mundo fuera de los cantos románticos inspirados en el campo y en las pequeñas ciudades. El Berlín guillermino e imperial había sido impresionante, pero el nuevo Berlín republicano resultaba irresistible con su “atmósfera bella, seca, reservada, pero no fría, con una dinámica indescriptible, ilusión de trabajo, afán emprendedor, disposición a tragarse los golpes duros y seguir viviendo”. Como los digitales de hoy, aquellos nuevos berlineses pretendían huir del horror de la guerra en el campo con el embellecimiento la vida de la ciudad. Sin embargo, lo que a la larga se hizo realidad en el Berlín de entreguerras fue la intuición demoledora de Rilke. Es decir, no hay posibilidad de escapar de lo terrible pues lo terrible somos nosotros mismos, da igual como nos embellezcamos. El nuevo espíritu de Berlín, que adelantó el que sería dominante en las grandes ciudades después de la Segunda Guerra Mundial, pretendía ser bello, muy bello, y atrevido, muy atrevido, pero, término a término, decididamente antiromántico. Movilidad frente al enraizamiento; frialdad contra calor; olvido frente al recuerdo; distracción contra la concentración; trasparencia frente a lo impenetrable; claridad contra la oscuridad; lo inequívoco frente a lo que está entre dos luces. Bertolt Brecht publicó un ‘Libro de lectura para los habitantes de la ciudad’. Bajo un nuevo comportamiento de la frialdad, el ciudadano de Berlín debe mantener la distancia, considerar los alojamientos como provisionales, desconfiar, ser ahorrador en el uso de las palabras, no prometer nada ni dejarse atrapar por nadie, ser indolente, no dejar apagado el cigarrillo, sentarse en cualquier silla, pero no quedarse en ella sentado, y, sobre todo, borrar las huellas. Gottfrield Benn escribe en 1930: “Ya no hay ningún destino, las parcas han pasado a ocupar un puesto de directoras en una empresa de seguros de vida, en el Arqueronte se ha puesto un cultivo de anguilas, la antigua representación de lo terrible se presenta en la apertura de la exposición a la higiene como algo en lo que todos pueden participar, mientras que la moda alemana de desfilar con vestidos de diferentes colores se reduce con profunda emoción a su contenido normal”. Como puedes deducir estamos ante un renovado instinto para el instante. Carpe diem. El que continúa hoy mismo. No hay nada más digital que esa concepción del tiempo, ni belleza que aguante, sin transformarse en algo terrible, disponiendo de una sola concepción del tiempo con que acicalarse.
Hay dos mujeres que, a mi entender, representan cabalmente este momento berlinés, que lo fue también del mundo. Marlene Dietrich y Greta Garbo. Dos mujeres que se pusieron por primera vez los pantalones entre los hombres para realzar, aún más si cabía, la fuerza irresistible de su femineidad individual. Sin protección ni patrocinios masculinos. Y lo consiguieron, vaya si lo consiguieron. Abriendo una vía a la imaginación que aún sigue fertilizando hoy por igual a hombres y mujeres. No es posible entender el desparpajo de las millenials sin el que inauguró Dietrich deambulando por las calles y cabarets berlineses de los años veinte. Y tampoco se puede entender la rabiosa individualidad de las millenials sin aquella frase memorable que Garbo le soltó a su protector en la película ‘Gran hotel’, haciendo brecha para la posteridad en el muro del patriarcalismo ancestral y milenario: “déjame, quiero estar sola”.