Los grandes relatos (antigüedad, dios, razón, religión poética, mitos, noche, oscuridad, amor, libertad, …) que inauguraron de forma renovada los románticos de 1800, aunque mantenían una visión vertical del mundo, aumentaron la posibilidad individual de elevarse hacia lo infinito desde la finitud de la existencia, aliviando con ello el dolor y el malestar de la sumisión y desigualdad propios de esa cosmovisión vertical de matriz vaticana inequívoca. Aunque muy influenciados por el espíritu revolucionario de la época, lo que, a mi entender, los hizo irrepetibles fue su adscripción decidida a los saberes inútiles. Esos saberes que de tan inútiles que son fueron capaces de ver que los necesitaban a diario. Esa es su verdadera y más fértil herencia, la misma de la que no quieren hacerse cargo, como si apestase o viniera de otra galaxia, la tropa de los millenials. ¿Por qué hoy nadie quiere acercarse a los saberes inútiles?
Al mismo tiempo que la máxima eclosión vertical de estos saberes inútiles, el espíritu revolucionario de la época trabajó febrilmente por imponer la horizontalidad de los saberes útiles o prácticos. Fue un momento esplendoroso de la humanidad, pero tuvo el inconveniente de que las luces que lo iluminaron acabaron por entrecruzar sus sombras de la peor manera imaginable. Las sombras de los saberes prácticos se impusieron a las luces y sombras de los saberes inútiles, hasta hacerlos desaparecer. Hasta el punto de que hoy los percibimos como algo inexistente. Mientras tanto, la horizontalidad se acabó imponiendo en todos los ámbitos de la existencia humana. El impulso definitivo lo dio la época de los grandes desastres de 1945 por la vía de la aniquilación total. Hasta esas fechas era imposible concebir el mundo sin referencia externa, aunque fuera disimulada o rebajada en su verticalidad, a algo o alguien más grande que uno mismo. Antigüedad, razón, dios, estado, nación, pueblo, etc. eran palabras referenciales de un yo cada vez más henchido, cierto pero todavía no autosuficiente ni autosatisfecho, incluso en la cima de su éxito. Todavía no se concebía como única referencia. La palabra autorreferencia era impensable. Siempre había una “gracia” exterior que tenía la última palabra y que marcaba una frontera irrebasable. Pero en 1945, adiós a todo esto. No hay horizontalidad más perfecta que la de los cementerios.
El mundo estaba hecho añicos, pero la vida seguía. Y los supervivientes y quienes iban estrenando cuerpo, solo tenían a su disposición montones y montones de ruinas. ¿Qué hacer? Mientras hay mundo toda vida es una forma incierta de vida. Hay una inseguridad inscrita en la vida que el cuerpo finito de todo ser humano no puede evitar. Si todas las referencias externas y verticales habían desaparecido por el sumidero de la historia, la vida y el mundo, el deseo y la realidad se convirtieron en una y la misma cosa, ergo, únicamente quedaba como referencia el cuerpo de los supervivientes o el recién estrenado de cada nuevo ser humano. La autorreferencia por desaparición de cualquier tipo de referencia externa, y como medida de todas las cosas y personas, quedaba oficialmente inaugurada. Los millenials son, hasta la fecha, el relato mejor acabado de esta nueva época de apabullantes solipsismos.