lunes, 26 de junio de 2017

EL CUERPO MÁS EL DINERO SI TIENEN FUTURO

Cuando digo que no hay futuro, no puedo negar, o no reconocer, al mismo tiempo y con el mismo sentido, que los millenials son el futuro biológico y económico del planeta. Eso no quiere decir que en el futuro tengamos un planeta más sostenible debido a su proverbial y esbelta alegría. No. Lo más atractivo de la comparación que vengo haciendo entre los románticos de 1800 y los millenials del 2000 (a partir de ahora al utilizar este último concepto doy por entendido que me refiero a esa conjunción o forma de estar en el mundo: hijos más padres más alumnos más profesores más padres más profesores, más biológica y económica en su caracterización que por los logros educativos o culturales o espirituales) es observar el arco de sus emociones, y, por tanto, la forma que tienen de darles sentido, es decir, de traducir aquellas en sentimientos. En ese arco emocional está concentrada la densa complejidad e inabarcabilidad de nuestra sentimentalidad en los últimos doscientos cincuenta años. O dicho de otra manera, visto el callejón sin salida - al no tomarse nada en serio, o que todo es gincana o evento permanentes o al pensar que todo vale y todo vale lo mismo - en que se ha metido esa conjunción biológica económica (la única, por otro lado, que siempre tiene garantizado el futuro) que forman los millenials 2000, y que debido al impulso de las nuevas tecnologías (donde todo el mundo en las diferentes pantallas se acaba riendo de todo el mundo durante las veinticuatro horas del día) ha convertido a todos sus protagonistas en anémicos emocionales en proporción directa a su capacidad de estar todo el día riéndose a mandíbula batiente, me pregunto, ¿podrán volver a sentir estos benditos algo remotamente genuino después del salto desde la gravedad y firmeza moderna, pongamos del tardo romántico señor Dickinson, a la carcajada constante actual? La obsesión de los millenials de no trascender sus propios sentimientos, por ser tildados de ñoños o melodramáticos, o por creer estar cometiendo un pecado imperdonable de agraviada diversión, en fin, el no querer aspirar a lograr, como imaginaron los románticos, lo infinito dentro de lo finito, es decir, suponer que sea cual sea nuestra condición y conocimiento existe algo incognoscible, y que no debemos poner límites a su búsqueda, delata su colosal miedo a ser verdaderamente humanos, es decir, mortales. Parece mentira, teniendo ellos sus cuerpos tan apegados al dinero, que no sepan, o no quieran saber, que hay dos cosas en la vida de todo ser humano que no admiten ni juegos ni bromas: el fisco y la muerte.

Convendría recordar a los millenials lo que dijo sobre la verdad humana Montaigne, padre del humanismo, mucho antes de que se les calentara la imaginación a los románticos. Se refiere al humanismo que subyace y es común a cualquier categoría o religión con que queramos mirar el mundo en cualquier tiempo y lugar. Incluido, claro está, la religión biológica económica de los millenials actuales. En el mundo exterior y en el propio interior la verdad es multiforme y constituye un monstruoso tejido, un tremendo ir y venir, es concreta en cada punto y está siempre sometida a cambios, y finalmente constituye una interconexión infinita en lo finito, tan infinita que no pueden aprehenderla los conceptos generales de la ciencia, y ni siquiera los dogmas de las religiones.