Un libro compuesto por nueve cuentos, dónde sus personajes buscan la felicidad y se dan de bruces con la vida. Ergo, la felicidad no tiene nada que ver con aprender a vivir la vida, pues la volátil trasparencia con que nos empeñamos en desear aquella no encaja en la firme y oscura complejidad con que tozudamente se nos presenta ésta.
UNA ANOMALÍA TEMPORAL
Tres Apagones de la vida en el momento crucial en que sus protagonistas puede que estemos pensando en qué es eso de estar vivo. Pues la biología, que sigue su imperial mandato, no acredita nada sobre lo que es, o no es, o pudiera haber sido, la existencia humana. Un apagón exterior, imprevisto, que desencadena de forma retrospectiva los apagones interiores. Apagan la luz eléctrica de la casa por obras, y se "encienden" los apagones que sufrimos en el alma cuando entonces. Y, de repente, la luz mortecina de las velas lo ilumina. ¿Qué había iluminado nuestra convivencia durante esos años? Estar consigo mismo es tener además a otro dentro. Segundo apagón. ¿Ser madre es más que tener hijos? ¿Ser padre es menos, o es más, que ser madre? O ser madre y padre, a la vez, ¿es eso la amistad, y por extensión, el amor? ¿Qué se apaga, o que se debe comprender, si el hijo nace muerto? ¿No quedamos en que la biología, per se, no acredita, ni aporta nada a nuestra existencia humana? Al menos, cuando no estamos bajo los efectos paralizantes de esos apagones biológicos no deseados, es de lo que más alardeamos desde hace más de siglo y medio siglo de forma militante. Que somos algo más que un cuerpo, que nuestros cuerpos no son una mercancía, que basta ya de explotación y se plusvalía. Y tal. Sin embargo, de la limitación de toda esa potencia que a duras penas soportamos con recurrente indignación cada día, dan cuenta la potencia de las causas exteriores que se nos han echado encima de forma imprevista. La muerte del hijo deseado y - tercer apagón - la fuerza retrospectiva de las palabras no dichas en su momento. Pero, antes de la muerte del niño, antes de las palabras no dichas, ¿éramos una presencia activa en el alma del otro? ¿Éramos su amor, éramos su amigo? ¿Cómo se puede querer tener un hijo, como se pueden usar las palabras, sin saber si tenemos alma, eso que no es el cuerpo? Si no es así, la biología y su secuela inevitable, la mezquindad del lenguaje como ladrido, tomarán el mando de lo ocurra a partir de entonces. El fracaso es sólo cuestión de tiempo.
La voz Narradora, que está presente y atenta a ese cataclismo inminente, quiere que sea controlado, no quiere escandaleras estériles a estas alturas, quiere que el lector aprenda algo de la voladura de esos sentimientos, pues sabe lo que da de si está profesión de aprender a ser humanos adultos. Sabe también del uso torticero que hacemos del detalle, como vulgares comerciantes que somos, con tal de no reconocer nuestros fracasos "profesionales". Le agradezco que así los elija, con sensibilidad de orfebre, en la confesión de lo que nunca nos confesamos, pues hace más soportable y visible la comprensión de la caída, y el dolor que la acompaña. Es decir, nos pone delante de la limitación que padecemos, y su aliada necesaria, la pereza, en los menesteres de esta profesión de existir consigo mismo viendo en otros. No para que diga una vez más, de forma impersonal y resignada, es lo que hay, sino, más bien, para que me de cuenta, de una vez por todas, que es mi vida lo único que puede faltar en lo que hay. Invitándome, con ello, a renovar mi amistad y amor entre los otros de forma permanente.