Es fácil y, de nuevo, tentador - como has podido comprobar, este sentimiento ha sido constante en mi durante la Lectura de los nueve cuentos de Jhumpa Lahari - sentar a los protagonistas del cuento en el diván y pasarles por encima la plantilla de los valores occidentales, quedando por todo ello, una vez más, perfectamente autocomplacido. Lo que ocurre con esa forma de leer, frente a la forma de escribir de Lahari, es que llega un momento en que el espejo en que he convertido al cuento deja de responder al lector diciéndole que es el más guapo del mundo que hay por debajo del Himalaya. Muy al contrario, la lectura de éste último cuento ha sido como el examen de lo que el lector ha aprendido con la lectura de los otros ocho. El título ya lo dice todo. Alguien en primera persona, cuyo nombre no desvela en todo el relato, recuerda su vida desde la atalaya que le proporciona haber llegado a una dorada madurez, después de haber estado viviendo en el continente asiático, donde nació, en el continente europeo, donde recaló cuando dejo su casa natal por primera vez, y en el continente norteamericano, donde fundó su familia y consolidó su vida profesional. Leído así, sin más, pudiera pensarse que las expectativas que levanta ante el lector, digamos, de corte occidental serían las del relato del hombre hecho a si mismo, el self made men, que es uno de los paradigmas del relato individual más persistente en la civilización laboral y familiar en Occidente, que ilustra, además, sobre las capacidades que tenemos los que vivimos en esa cultura de presentarnos narrativamente en sociedad. Todo quisque por estos pagos, occidentales me refiero, tenemos interiorizado, bien es verdad que unos más que otros, que a través del sacrificio y del esfuerzo, bien es verdad que en unas latitudes más que en otras, se escapa de la pobreza y se sube a la cima. La vida de ese self made men se reduce, por tanto, a superar obstáculos, todos los obstáculos imaginables, para conseguir la meta absoluta. Nada se dejará por el camino, ni había otras cosas por el camino. La complejidad del mundo ha sido conveniente pulida y descarnada, para que ese relato, y su narrador, caminen sin interrupción hacia su propósito.
Pues no. Nada de eso hay en este relato de un hombre al que no se le puede negar, tal y como le oigo que me cuenta su vida, que no haya conseguido todo lo que se ha propuesto. Todo, y no sin esfuerzo y sacrificio. Uno tiene la sensación de que ese "todo" se fundamenta en que, a través de los tres continentes no ha hecho, porque no estaba ni en la mente ni en la conciencia del Narrador, carrera, sino camino, que viene determinado, antes que por lo que se imagina, por lo que se encuentra que, al fin y a la postre, es lo que le proporciona sentido a lo que cuenta. En ese camino hay mojones de obligado cumplimiento, por ejemplo, la boda con su mujer, Mala. Y hay claros que aparecen en el bosque que se notan, por ejemplo, en la dedicación y esmero con que el Narrador cuenta, muchos años después, un hecho aparentemente trivial, como es la breve relación que tuvo con la señora Croft, centenaria de ciento tres años, que le alquiló el piso en la ciudad de Cambridge, cerca de Boston, mientras esperaba la llegada de su esposa de Calcuta, con la que se había casado, como no, por conveniencia de sus progenitores. Es esa admiración y veneración por el misterio que arrastra la vida, mediante su despliegue y duración sobre la Tierra - antes que lo que pueda vislumbrar desde la cima conquistada o la decepción del fracaso por no haberlo conseguido - el relato que elige este narrador para salir y presentarse al mundo, y para contárselo a su hijo cuando éste ha llegado a la edad de poder escucharlo, aunque no de comprenderlo.
"Me gusta pensar que aquel momento en el salón de la Croft fue el instante en el que la distancia entre Mala y yo empezó a acortarse. Aunque todavía no estábamos enamorados, me gusta pensar en los meses posteriores como una luna de miel. Juntos, exploramos la ciudad y conocimos a otros bengalíes, algunos de los cuales siguen siendo amigos nuestros". (...)
"Siempre que recorremos ese trayecto, me empeño en coger la avenida Massachussets a pesar del tráfico. Ya apenas reconozco los edificios, pero cada vez que paso por allí me traslado de inmdiato a aquellas seis semanas, como si no hubieran pasado años desde entonces, y reduzco la velocidad y señaló la casa de la señora Croft y le digo a mi hijo: 'En esa calle está la que fue mi primera casa en Estados Unidos. Vivía con una mujer que tenía ciento tres años'. '¿Te acuerdas?', pregunta Mala, y sonríe tan asombrada como yo de que hubiera un tiempo en que éramos dos desconocidos. Mi hijo siempre expresa su perplejidad, no por la avanzada edad de la señora Croft, sino por lo poco que pagaba de alquiler, un hecho que para él es casi tan inconcebible como lo era, para una mujer nacida en 1866, que una bandera estadounidense ondeará en la luna".