Para unos son una generación que no tiene nada que decir, o que son dueños de la nada. Para otros es que no tienen hueco donde decirlo, apártense coño. Así pasan los días y las noches los principales protagonistas de esta perfomance, la tropa de los millenials del 2000, que ha hecho nido en los eventos y saraos que llenan y distraen los comienzos del siglo XXI, a saber, los padres y sus vástagos, los profesores y sus alumnos, las redes sociales y sus alborotos, donde se encuentran todos. En fin. Mientras tanto, los unos y los otros, en casa o en el aula, o en el tumulto de las redes, parecen haber caído presos, de forma irreversible, bajo las zarpas inmisericordes de su nihilismo: es que hay muchas cosas, acaso todas, que no van a ninguna parte. Entonces, un espejo por favor. Un selfie pagado por la seguridad social. A la peña de las casas o de las aulas o de las redes les gusta que reconozcan esa agonía dulce dentro de la que viven. Que le susurren al oído que se merece aquel espejo o este selfie. Pero si les preguntas, ¿troncos, donde está vuestra alma?, te responden que no seas un aguafiestas. Y si les vuelves a preguntar, ¿por qué cada dos palabras que pronunciáis en cualquiera de vuestras conversaciones, tenéis que introducir la cuña publicitaria de una risotada a mandíbula batiente? ¿Es qué os hace tanta gracia que la mayoría de las cosas no vayan a ninguna parte? O desde la otra cara de vuestro nihilismo: ¿os reís tanto porque, al fin, todo vale y todo vale lo mismo? Los millenials del 2000 son un producto genuino de la incapacidad que tienen sus padres y profesores de arriesgar algo por sus propias vidas, corrompiendo de paso las ajenas. Miran por sus negocios, sí. Cuidan con esmero el avance de sus carreras profesionales, también. Les abren a sus vástagos desde que son niños una cuenta corriente y se la mantienen en perfecto estado de revista, como no. Aprueban a sus alumnos inmerecidamente, faltaría mas. Pero, ¿qué hueco dejan en su vida para hacer lo que les gustaría hacer por el hecho de hacerlo? Justamente porque no pueden no saber que la mayoría de las cosas importantes - acaso todas - no llevan a ninguna parte, pero que si no las hacen son ellos, padres y profesores, los que acabarán no yendo a ninguna parte, arrastrando en su queja y agonía a sus hijos y alumnos bajo el rótulo una vez más autocomplaciente de: “No saben nada o apártense coño”.
Vale decir que no todos los millenials vieron el mundo enganchados a una queja, como lo están la tropa de los millenials del 2000, porque no hacen lo que saben que tendrían que hacer. Los millenials de 1800, por ejemplo, decían cosas como ésta:
“Deberíamos intentar por una vez hacer que lo ordinario nos resultara extraño, y entonces nos admiraríamos de lo cercanos que nos quedaría algún dato, algún regocijo que nosotros buscamos en una lejana y fatigosa lejanía. Con frecuencia tenemos la utopía maravillosa a punto de pisarla con los propios pies, pero miramos por encima de ella con nuestro telescopio”. (Ludwig Tieck)
O como ésta:
"¡Ocio, ocio!, eras la atmósfera vital de la inocencia y del entusiasmo, te respiran los seres felices, y es feliz el que te tiene y cuida, ¡sagrado tesoro y único fragmento de semejanza con Dios que nos ha quedado del paraíso!”. (Friedrich Schlegel).
Ya ves.