viernes, 23 de junio de 2017

LAS ESTRELLAS Y LAS RATAS

Ese doble vara de medir, que ya he mencionado, y que utilizan los que dicen que se indignan porque quieren una vida mejor, cuando en realidad lo que nos están queriendo contar, con lo que nos dicen, es que no están dispuestos a tolerar que nadie, y menos que nadie la crisis misma, les modifique o atente contra su cómoda vida, cuyos principios o mandamientos fundamentales también he mencionado. Una doble moral que, como todo lo que ocurre en la llamada modernidad, tiene una indudable matriz cristiana, la cual lleva centurias ahormando la mente y el cerebro de sus feligreses en la creencia de que las buenas maneras son solo expresiones de las ideas felices. Y si, entonces, las ideas felices no podían florecer pues habitaban anegadas en un valle de lágrimas, hoy tienen y deben de manifestarse de continuo, para que no sean sospechosas de estar del lado de los aguafiestas de antaño, con estruendosas carcajadas. O si se tuviera alguna incompetencia o intolerancia con el risoteo, la autoridad municipal, solícita, recomienda la asistencia a cursos de risoterapia que tiene siempre a punto en la programación de sus agendas culturales. 

Hay una escena en la película “Historia de una pasión”, que comenté el otro día, en la que el padre de Emily Dickinson, Edward, posa en una sesión fotográfica. El buen hombre, anclado en las profundidades morales del protestantismo bostoniano del siglo XIX, lo hace como mandan los cánones de esa moral: gravedad y seriedad con una intensidad que no deja el menor resquicio, o rendija, para que se cuele el caos que se está pergeñando afuera. El fotógrafo, que si está en sintonía con los cambios que se avecinan, le dice con tanta educación como audacia, dada la naturaleza de su cliente: señor Dickinson, por favor, podría reírse levemente. El señor Diskinson, sin mover una pestaña, después de unos interminables diez segundos segundos, le contesta: es que no se ha dado cuenta, ya lo estoy haciendo. La risa entendida a la manera espontánea como la practican los niños - no la sonrisa que se desprende propiamente en la edad adulta -  es el santo y seña prefabricado de los seres faústicos y muy felices actuales. De igual manera que no pueden dejar de mira el móvil, no pueden dejar de echarse una carcajada a cuenta de lo que allí ven. Por la escandalera de ésta, pareciera que en la pantalla de aquel lo estuvieran viendo Todo. Móvil y risa se enlazan así una coyunda cósmica y feliz, en la que intentan (inútilmente) contemplar sólo las estrellas del cielo para tratar de no ver las ratas de la tierra.

Los románticos de 1800 - inventores del nihilismo (ese síndrome oscuro y destructor que produce la necrosis del yo supremo) que hoy carcome  a los millenials del 2000, y a sus progenitores y profesores - no se reían de  nada, ni de nadie. Tenían serias razones para ello. Inventores también del yo supremo, eran unos ególatras trascendentales en sus aspiraciones, y jugaban guiados por el sentimiento de tener muchas cosas - acaso todas - por delante de ellos. En cambio, los millenials, y sus progenitores y profesores, son ególatras indistintos entre otros muchos ególatras como ellos, y en sus aspiraciones no se elevan más allá del alquitrán del suelo o del césped de la segunda residencia (la vida cómoda), guiados, encima, por la vanidad de haber dejado atrás la mayoría - acaso todas - de las personas y las cosas. ¿De qué, y de quién, se ríen entonces estos benditos? ¿Cómo llamar malditos a este puñado de infelices?