jueves, 23 de marzo de 2017

SINCRONÍA

Cuando descolgó el teléfono, su mujer me dijo que iba camino del hospital. Tiene algo en la médula, continuó con una voz impropia de la relación que yo sé que tiene con el dueño de esa médula y con la que presumiblemente deberá tener con ese algo que, de forma imprevista, se le ha colocado encima. ¿Qué es ese algo? Si, dicen que es como un grieta, que lo ha dejado paralizado de cuello para abajo. Pero es grave, insistí. Si, pero se recuperara, todo está controlado. Aunque la recuperación será muy lenta. En ese momento se cortó la comunicación, tal y como la mujer de mi amigo me había advertido que podría pasar, pues iba conduciendo por una zona de muchos túneles. Decidí esperar a que ella me volviera a llamar, cuando considerara que la cobertura no corría peligro de interrupción. Cuando de nuevo sonó el teléfono una voz femenina, que aparentaba tener poco más de veinte años, me preguntó, así de sopetón, que si creía en el ocaso de la razón teleológica que constituye el eje narrativo de las filosofías de la historia. Luego me pidió disculpas y se presentó: soy Ana, y estoy haciendo una encuesta sobre la influencia actual de la figura del intelectual clásico en las conversaciones públicas; la muestra elegida para hacer la encuesta es entre hombres y mujeres de 25 a 50 años; la empresa para la que trabajo es el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Pero yo tengo 57, le respondí. Ah, perdone, se han debido equivocar al darme su número de teléfono. Al colgar, lo primero que me vino a la cabeza fue la edad de mi amigo enfermo, 49, la cual si le habilitaba para responder a la encuesta. Y en que medida, fue lo que de inmediato fijó mi atención, el misterio y el silencio que le imponía ahora mismo su enfermedad, le haría responder negativamente a la pregunta de la encuesta. Y si una vez recuperado, como asegura su mujer, se vería a sí mismo como un hombre hecho de misterio y para los misterios y las visiones. O muy al contrario, se mantendría en sus trece, defendiendo a ultranza la vigencia eterna de la racionalidad ilustrada, en la que su enfermedad y todas las otras enfermedades existen, antes que en el quirófano, en la mente de quien, previamente, las han pensado. Al comprobar que la mujer de mi amigo no llamaba. decidí ser yo el que lo hiciera. Después de varios intentos, al final, entrada ya la noche, logré ponerme en contacto con ella. Ha muerto, fue lo que me dijo, al descolgar el teléfono. Qué quieres decir con que ha muerto, le respondí de forma tan estúpida como incomprensible. Murió nada más entrar en el quirófano, los médicos no lograron reanimarlo de la crisis que, sin saber por qué, le surgió durante el traslado en la ambulancia.