lunes, 13 de marzo de 2017

CRÓNICAS DEL RÍO ODER 14

EN LA CATEDRAL DE BERLÍN: LA CRIPTA


En el viaje anterior me quedé a la puerta de la cripta de la catedral. No me acuerdo exactamente si no entré porque me pareció caro el ticket de acceso o porque no tenía un hueco en la agenda de aquel día. La catedral de Berlín es uno de los mayores atractivos turísticos de la ciudad, junto con la isla de los museos el museos que está enfrente. Dicho. Ahora de nuevo ante la puerta de la cripta, me vienen a la memoria las palabras de Joseph Roth en sus crónicas Berlinesas:
"¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? Ni siquiera me importa el destino de un hombre que podría ser el héroe de una tragedia, de un hombre que ha perdido a su mujer o recibido una herencia, de un hombre que engaña a su esposa o que guarda relación, a fin de cuentas, con cualquier cosa patética. En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad  del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro Universal. Yo soy un paseante".
Y yo un ciclista, apeado momentáneamente de su bici, que se quiere olvidar durante unos minutos del mundo de los vivos y adentrarse en el de los muertos, aunque estos muertos sean los de la familia más poderosa de Alemania hasta el final de la Primera Guerra Mundial, los Hollenzolen. Me fijo, entonces, en la cola de la ventanilla donde venden la entrada para acceder a la cripta de la catedral de Berlín. Es larga, y el precio me vuelve a parecer excesivo, lo cual me volvió a sumergir, como en el viaje anterior, en la duda de si entrar o no. Hoy si tengo tiempo, no tengo problemas de agenda como diría un alto directivo empresarial, ¿entonces? Mientras me decido, o deshago el nudo mental en que me encuentro, me pongo a la cola que avanza muy lentamente. Y me pregunto, como si el paseante Roth estuviera a mi lado, ¿en qué medida las crónicas que escribió en su día, mientras paseaba por aquel Berlín, eran ajenas a las bombas que lo aniquilarían para siempre? ¿En qué medida el mundo de ayer era ajeno al de hoy?, como a lo mejor imaginó su amigo Zweig. 

Efectivamente, en la cripta se encuentra una parte de ese mundo de ayer, en el que el Roth y Zweig imaginaban la tragedia como una forma de entenderlo. Así como la relación entre los grandes acontecimientos y los pequeños. Me da la impresión según escribo las palabras de Roth que sabía dónde estaba, o que estaba donde quería estar, lo que le permitió intuir lo que se avecinaba. Sin embargo, si me fijo en los que tengo por delante y por detrás en la cola, si me fijo en mi mismo, me cuesta tener esa misma convicción que trasmite Roth en su escrito. Es como si algo hubiéramos perdido una vez que nos han despojado de nuestra antigua posibilidad de ser héroes de la tragedia de la vida. Como si la tragedia misma se hubiese comido, de forma definitiva, esa posibilidad cuando desplegó toda su ferocidad, no como representación, sino de forma literal sobre los grandes y los pequeños acontecimientos. Sobre la misma idea de pasear. Mientras esperaba en la cola, se me ocurrió preguntarle a quien están delante de mi si sabia quien era Joseph Roth y quienes eran los que yacían eternamente en la cripta. Muy amablemente me dijo que lo ignoraba y me remitió a la señora de la taquilla o al punto de información que había nada más entrar, por decirlo así, en el vestíbulo de la catedral. Lo siento, me dijo, yo deseo ir a la cúpula, que la han abierto recientemente y dicen que vale la pena la vista panorámica que desde allí se observa. Se la recomiendo, concluyó antes de dirigirse a la ventanilla, pues ya le tocaba su turno. Lo menos importante es de que cosas nos acordamos y de cuales no, lo importante es subir y bajar por las rampas de la Actualidad. La reciente inauguración de la cúpula de la catedral de Berlín era la noticia, esa era la única verdad en aquel recinto, iba a decir sagrado, aunque lo que más le convenga sea el calificativo de anómico. Anomia que se da entre la falta de memoria de los turistas y su disposición a llenar ese hueco con las noticias de los acontecimientos que en cada momento le cuenten. Y la enorme cola era la línea que deambulaba con acierto entre esas dos coordenadas del presente de la cúpula de la catedral de Berlín. Cuando me acerqué a la taquilla la señora que se encargaba de vender los tiquets me hizo una oferta, subir a la cúpula y baja a la cripta por un precio en el que también se incluía la visita a la catedral. Yo le pregunté que si era posible visitar solo la cripta. No, no era posible. Lo que si era posible, y recomendable, era visitar solo la cúpula. Ergo, el turista que me precedió en la cola tenía toda la razón. En el momento presente no es necesario recordar nada, ni nada que contar, ni nada que nos cuenten. Todas las miradas se fijan en las cuentas. Como puede suponer seguí la recomendación de la taquillera y compré el paquete de cúpula y cripta. Y visita a la catedral.


Al entrar en lo que he llamado el vestíbulo de la catedral me topé con una instalación artística que me conmovió - iba a decir de repente, pero pienso que es una redundancia pues la conmoción nunca es premeditada, sale al camino del alma de quien busca - lo cual me llevó a calificarla de inmediato como una obra de arte. No digo que sea, o que fuera, dado su carácter efímero, un buena obra o una mala obra de arte, o una obra maestra, digo que era una obra de arte a secas, en la medida que es eso que acontece cuando el alma del espectador, o del lector, se estremece ante lo que ve o lo que lee, pues su búsqueda parece haberse topado con un hito en su camino. La instalación se titulada "Los Refugiados", del año 2011, de Helen Escobedo, prestada para la ocasión por el museo de las mujeres de Bonn. Mi conmoción no vino por la concomitancia que la artista hubiera podido obtener entre el título y lo que yo veía: un puñado de trapos agrupados en forma de personas que caminaban cabizbajos hacia ninguna parte determinada. Ante la primera mirada me parecieron mendigos. Luego, cuando volví a pensar sobre ellos, me reafirmé en en el calificativo, pero con una precisión que iba ganando aceptos entre el conjunto de mis contradicciones internas que se debatían en cómo salir del embrollo en que yo, sin previo aviso, las había metido. Mendigos, sin duda, es lo que parecían, pero no muy diferentes a lo que lo éramos cualquiera de los que los mirábamos. Porque si sólo los sintiera como mendigos por el hecho de asociar su mendicidad a su hipotética condición de refugiados, ¿a cuento de qué ha hecho lo qué ha hecho la autora Escobedo? ¿Para despertar mi conciencia de ciudadano instalado en el mundo a donde - ahora si podía imaginar su destino pensando de tal manera - dirigen sus pasos temblorosos aquellos trapos antropomórficos? Pero, ¿pensando yo de esa manera no era pensar como la autora pensaba, o lo que es lo mismo, me impedía pensar por mi mismo? ¿Si aceptaba que con aquella instalación la autora pretendía asociar a los refugiados con los mendigos (los trapos que les daban forma cumplían a su vez la función de andrajos con los que iban vestidos) y a los espectadores como inevitables acogedores de quienes llaman a la puerta, no era lo mismo que entregarme en manos de esa forma de pensamiento y de asociación, que, mira por dónde, es el pensamiento y la asociación de una gran parte de la coyuntura actual? Dicho de otra manera, vista así, bajo la influencia del supuesto pensamiento de Helena Escobedo, aquella instalación tenia la intención de un mensaje a una noticia añadido, y la autora la vocación inequívoca de predicadora o locutora. 


Días más tarde, volví a pensar no ya en la instalación de Los Refugiados que, a pesar de la autora, para mí era una obra de arte, sino en la explicación de por qué la había colocado para su exhibición en un lateral de la catedral de Berlín. Se impuso de manera inevitable la sospecha de que, por encima de su condición de artista, lo había hecho por su otra condición de predicadora, que convivía con aquella con total desparpajo en la conciencia de Escobedo. Sin embargo, el sentimiento de plenitud que, con el paso del tiempo, se ha ido apoderando de mi al recordar a Los refugiados tiene que ver, no con la coyuntura política internacional, sino con una forma de la experiencia, con la manera de buscar el alma de mendigo que, como dije antes, acompaña a nuestras condición de seres humanos desde que nacemos. Una mendicidad que, como le será fácil deducir, no tiene nada que ver con el poder adquisitivo, ni con la seguridad de estar en la lado bueno de la frontera, sino con la precariedad inherente a nuestra existencia, a la que le sienta bien verse reflejada en esa pasarela de andrajos vivientes, para hacer más evidente, si cabe, el correlato de los "muertos vivientes" en que, al fin y a la postre, hemos convertido nuestra vida actual aupada sobre las pasarelas del éxito, la inmediatez y el rendimiento