viernes, 17 de marzo de 2017

PRESENTACIÓN

Todo iba bien después de unas semanas de desasosiego. Mi madre había superado, al fin, la crisis que le surgió después de la operación de rodilla. Un contratiempo que, paradójicamente, no tenía que ver con la prótesis que se le había desplazado - ese fue el motivo de la operación - hasta afectarle hueso, ni con las dificultades para caminar que pudiera tener, habida en cuenta de que llevaba en silla de ruedas seis meses a la espera de que le dieran hora en el quirófano, sino con sus pulmones y, por proximidad, con el marcapasos que le colocaron hace un par de años para darle alegría a un corazón que empezaba a dar las primeras señales de tristeza. Lo de la proximidad es algo que se me ha ocurrido a mí, para disponer de algún relato al que atenerme respecto a la enfermedad de mi madre. La vida en un hospital alcanza, contra todo pronóstico, el grado cero de la narratividad. El cuerpo de los enfermos, como en ningún otro lugar, se hace cosa u objeto a servicio de los cálculos algorítmicos de todo el utillaje electrónico y digital al que lo conectan. Y ríase usted, al salir de allí, de la deshumanización del último capitalismo financiero. Como todo iba bien, decía, me fui dando un paseo hasta la librería donde aquella tarde presentaba mi último libro. Un ensayo novelado, una novela ensayada - dejo al lector que lo catalogue a su gusto o de acuerdo con sus intereses - sobre Spinoza a propósito de sus relaciones con Liebnitz. Lo que me despertó la curiosidad en estos autores fue el darme cuenta de la diferente distancia que manejaban en sus reflexiones, a la hora de situar la figura de Dios. Y como esa distancia en una sociedad moderna como la nuestra, oficialmente laica, ha quedado reducida a cero - como la narratividad en el hospital donde atendieron a mi madre -, lo que para mí es la principal fuente de preocupación, dado el peligro inherente y funesto que esa reducción arrastra. Pues es una modernidad que solo se ocupa ingenuamente del progreso, habiendo dejado, por obsoleto, el uso del retrovisor en sus desplazamientos.

Cual fue mi sorpresa, antes de comenzar la presentación de mi libro, cuando descubrí entre los asistentes al acto a quien, en la concentración de la semana anterior en la plaza del ayuntamiento, mi miró con cara de perdonarme la vida. Al revés, sin embargo, no puedo asegurar que él me reconociese como quien iba metida en el coche, entorpeciendo el movimiento de la marea humana. Como es habitual en este tipo de actos, el dueño de la librería hizo la presentación de quien había escrito el libro con todo tipo de parabienes, a continuación yo expliqué de forma resumida cuales habían sido los argumentos que me habían animado a escribirlo, que fundamentalmente se ciñieron a lo que dije antes sobre la distancia de Dios en el campo reflexivo de los dos autores en cuestión, y por último el turno consabido de ruegos y preguntas por parte del público asistente. He de reconocer que la presencia de aquel sujeto, que en ese momento allí sentado, con las manos cruzadas sobre su regazo, parecía un ciudadano ejemplar, cambió en parte el guión de lo que pensaba decir. Así reservé una cita de la Ética de Spinoza, que tenía previsto decirla como obertura de la exposición, para el cierre o conclusión, inmediatamente antes de que comenzase él turno de ruegos y preguntas entre los asistentes. Ingenuamente pensé, no sé a cuento de qué, que de su reacción al oírla podría deducir si me había reconocido o no. La cita del autor holandés dice así:  
"Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad. En efecto, es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas como necesarias, y no como contingentes. La razón percibe esa necesidad de las cosas verdaderamente, es decir, tal como es en sí. Ahora bien: esta necesidad de las cosas es la necesidad misma de la naturaleza eterna de Dios; luego es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas desde esa perspectiva de eternidad. Añádase que los fundamentos de la razón son nociones que explican lo que es común a todas las cosas, y que no explican la esencia de ninguna cosa singular; por ello, deben ser concebidos sin referencia alguna al tiempo, sino desde una cierta perspectiva de eternidad".

Durante el turno de ruegos y preguntas, el sujeto del que yo esperaba sus palabras no abrió la boca. Escuchó con aparente atención todas y cada una de las intervenciones, y antes de abandonar la librería me di cuenta que compró mi libro. Luego salió a la calle con él cogido entre el antebrazo y el costado izquierdo, de la misma manera como llevamos habitualmente, cuando paseamos, nuestro diario de cabecera.