Puede que leamos cosas sobre el infierno, pero lo que no consentimos, de ninguna de las maneras, es que el infierno nos lea a nosotros. Es decir, lo que no toleramos es que nos diga que a parte de unos mediocres actores somos unos expertos supervivientes. Un cuerpo enfermo de verdad es, también, un alma que imagina, de repente, su mortalidad desvelada. Un cuerpo enfermo imaginario es un alma enferma de verdad. Pero la conversación inaplazable entre esos cuerpos y esas almas, entre esos actores y esos supervivientes que cada día pasan por la consulta o por el quirófano, es difícil, por no decir imposible, que se de a la luz únicamente de lo que predica la salud saludable del sistema sanitario. Pues convoca entre sus cuatro paredes dos formas de sarcasmo que atentan contra cualquier posibilidad de curación reconocible entre seres humanos: el de la incuestionable estabilidad y seguridad del médico, y el de la irrenunciable inmortalidad del enfermo. Llegados a este extremo, ¿como se metamorfosean sendos protagonistas? Es difícil averiguarlo. Lo que si se puede diagnosticar es que juntos ahí dentro, sin otras ventilaciones que los afecten o los atraviesen, hay un peligro evidente de paulatina mineralización tanto en el cuerpo y el alma del médico como en el cuerpo y el alma del enfermo.
Lo he experimentado estos primeros días de marzo, en el hospital donde estaba internado mi suegro. Lo hospitalario, sin que ocurriera nada relevante, al contrario, todo fueron parabienes y buena conducta, se fue convirtiendo en el antónimo de lo acogedor, lo generoso, lo noble, lo sociable. Sin haber hecho nada llegábamos a casa extenuados, habiendo dejado al enfermo con los ojos abiertos como platos a la espera de la última medicación, antes de entregarse al sueño. Encima dos días se nos quedó "muerto" el coche viejo del enfermo anciano, y a las diez de la noche tuvimos que coger un taxi, pero esa es otra historia. O no. Pues la mecánica de los coches y la de los cuerpos así mineralizados están amenazadas por la misma herrumbre. Con la diferencia de que la mecánica del cuerpo no tiene un taxi de repuesto. Con esto me refiero a que entre el "me quiero morir", que en un momento de desesperación gritó mi suegro, y el lacónico "todo va bien, por mi puede irse casa", que dijo el cirujano que le rajó la pierna, meneando con desparpajo el informe que tenía en la mano, no hubo, ni antes de entrar en el quirófano ni en el quirófano ni después de salir del quirófano, algo que se pareciera a una cartografía que los hubiera puesto en contacto. Mi suegro y el cirujano estaban dolorosamente aburridos del relato que los había mantenido unidos durante las seis o siete horas que duró la operación, y las de los días siguientes. Eso era todo. Algo había fallado. Sus células, sus palabras, sus almas, sus cuerpos habían llegado al grito y al informe final sin acorde y sin acuerdo alguno. La vida es importante porque lo son, al mismo tiempo y con el mismo sentido, sus células y sus palabras, sus cuerpos y sus almas. Lo dije para mí mirando el Abantos, la montaña mágica que protege y bendice al antiguo hospital de tuberculosos, hoy transformado en un equipamiento más del sistema sanitario de la Comunidad de Madrid.
El alma es la criatura del cuerpo y del cerebro. Si estos últimos se acaban haciendo roca, será muy difícil que aquella se eleve a la búsqueda de su eternidad necesaria, que es a lo que está destinada mientras el cuerpo aguante. Como le digo, hay un mapa y hay un relato entre ellos. Oculto el primero, explícito el segundo. Lo hay entre el alma y el cuerpo del médico y del enfermo, y entre las células del cuerpo y las palabras del alma, y entre la oscuridad del infierno de la enfermedad y la luz de la salud de todos los días. Y hay dolor, claro que hay dolor entre medias. El dolor evitable (eso corresponde al médico) y el dolor que conviene no evitar nunca (eso corresponde al enfermo). Los menciono por separado, pero en realidad están íntimamente unidos. Este segundo dolor es parte importante de lo que están hechos los caminos señalados en aquellos mapas y aquellos relatos. Los mapas que ponen en contacto a aquellas células y aquellas palabras. Es este el dolor que nos apega a la tierra, no a sus minerales, dice como nadie dónde estamos, nos orienta como la mejor brújula, pone precio justo a las cosas. Nos dice, en fin, que estamos aquí para saber por qué estamos aquí. Pero, como dice Calvino, también hay premio si sabemos distinguir un dolor del otro. La salud recuperada de las células, y la luz y la lucidez provisional de las palabras con que, a partir de ella, nos alumbramos cada día en medio de un océano de oscuridad o niebla que nos rodea de forma persistente. A ver y aceptar así a las personas y a las cosas, los antiguos lo llamaban felicidad. Ya ve.