lunes, 6 de marzo de 2017

CRÓNICAS DEL RÍO ODER 9

HACIA EL BÁLTICO

Decía que me gusta ver a los niños jugar en el parque, en este tipo de viajes y también en la vida cotidiana, porque su jolgorio, que en lugares cerrados se hace intolerable, tiene al aire libre un acorde semejante al del piar de los pájaros, o de cualquier otro estruendo leve del universo. En esos momentos si es más acertada la expresión que sostiene que los niños son una bendición del cielo - cada vez me resulta más difícil creer que lo son de la bondad de sus padres y de sus profesores - así como una maldición en la tierra, pues no dejan de recordarnos para que hemos nacido. Lo cual me lleva a pensar que encerrarlos en un aula, o en el comedor de su casa, debe ser un castigo del infierno o de los huecos donde se aloja el diablo. Los movimientos de renovación pedagógica llevan años tratando de averiguar dónde está la puerta que de salida a este encierro, y lo que han conseguido es encerrarse aún más, tanto los alumnos como los profesores. Como miembros subscritos a una cultura o civilización de la empleabilidad y el rendimiento - y la nuestra lo es sobremanera - hemos roto o hemos desfigurado, según los casos y las estaciones del año, la línea invisible que separa lo de adentro y lo de afuera. Y a cambio hemos construido una valla o un muro, también según los casos y las estaciones. Como ya dije, la estructura longitudinal, y una gran parte al aire libre despejada de foresta, del parque Bosnia, me permitía este tipos de ensoñaciones mientras iba pedaleando lentamente. Sin embargo, salir del parque siguiendo el carril bici que lo atravesaba se convirtió en una odisea. No es la primera vez que salir pedaleando de una ciudad grande se convierte en un laberinto. Entrar en esas ciudades, sin embargo - creo que ya lo he comentado en las crónicas de otros viajes - es fácil y cómodo. Me acuerdo que a Ulm, la ciudad donde nació Einstein, accedí directamente al centro de la ciudad, sin que en ningún momento el carril bici tuviera que compartir espacio con el de los coches. Perderse en el camino que estás realizando, acaba por tener sus ventajas. Ya lo dijeron los filósofos de la antigüedad. No solo te obliga a volver a encontrar el camino, sino que, y esto es lo más importante, le obliga a uno a volver a encontrarse. Porque aunque sea a una escala reconocible y abarcable, aunque no se corra ningún peligro pues uno se encuentra en una ciudad de las llamadas civilizadas, esa ruptura en la rutina del pedaleo, ¡no sé dónde estoy!, no deja de afectar también a la propia rutina de la mente y del alma, que sin darse cuenta se han ido acomodando a esa secuencia cadenciosa del golpe de pedal. ¡No sé dónde estoy!, lo primero que implica es que me tengo que bajar de la bici y dejar de pedalear. El combustible de esta primera reacción sale en gran medida de esa impaciencia con la que alimentamos, sin contención, la forma de vida que llevamos. Me refiero a ese malestar al que nos enfrentamos cada día, antes incluso de que cada día comience, y que hoy ha dejado de ser una dolencia pasajera o de temporada, para convertirse en una pandemia que afecta a todo el mundo y que, como Internet o las redes sociales, ha decidido quedarse entre nosotros, es decir, formar parte medular de nuestra vida. Al principio no le di demasiada importancia, pero una vez que repasé el mapa y eché un vistazo en la dirección de los cuatro puntos cardinales respecto a donde me encontraba en el medio del parque, ahora si rodeado de bosque por todos lados, me ratifiqué en lo que no quería aceptar, ¡no sé dónde estoy! Fue entonces cuando me surgió un temblor, que se coló entre la turbulencia propia de la impaciencia, y empezó a ganar su espacio dentro de mi cerebro y mi alma. Son de esos temblores que advienen - así me lo han confesado a su manera algunos amigos con las que he hablado de ello distendidamente -  a quienes estamos acostumbrados a no tener contratiempos relevantes en la vida cotidiana. O dicho de otra manera - he pensado yo por mi cuenta -  es el malestar del bienestar. O la barbarie que lleva oculta toda cultura o civilización. O el huevo de la serpiente o los huecos donde se aloja el diablo, que todas las imágenes son válidas y a cual más expresiva o significativa. Nada que ver, se me ocurre, con el malestar de quiene padecieron la peste bubónica en 1348, o el que padecieron los vecinos de Hamburgo con los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Lo primero que hice fue cruzarme de brazos y comprobar si había alguien a la vista que me pudiera orientar como recuperar el camino, al menos el que debía seguir a golpe de pedal con la bicicleta. El otro, el que me acompaña aupado sobre los hombros seguía a los suyo. Porque viajar no es otra cosa que eso, sacar a ventilar lo que no deja de zumbarnos en la cabeza. ¿Y para esos vaivenes mentales hacen falta, nunca mejor dicho, tirar de tales alforjas ciclistas?, me ha dicho mas de una conocido cuando le explico como empleo el tiempo de mis vacaciones estivales. ¿No sería mejor irte a un balneario, o a un monasterio de esos que alquilan las celdas por días y semanas, o sencillamente quedarme en casa? Les contesto que una cosa es no poder desprenderme de la mochila que llevo a las espaldas, como más o menos le sucede a todo el mundo, y otra la idea de deplazamiento que acompaña al viaje en bicicleta. Yo creo que se adapta muy bien a la idea de la vida como camino, como búsqueda al hacer el camino, que es propia de la tradición occidental y oriental, desde Confucio, pasando por Sócrates y Platón. Una idea de vida que comparto, pues no se sustenta sobre el objetivo de tratar de llegar a ningún sitio en concreto u obtener algún logró determinado mediante el procedimiento más conveniente, sino, muy al contrario, se sustenta sobre el deseo de tránsito hacia otra cosa u otro sitio y la búsqueda, por tanto, es la estructura misma de esa forma de entender la vida, una búsqueda, que como es fácil deducir, no se acaba nunca. Se supone, les digo, que nuestra felicidad y nuestro placer se encuentra precisamente ahí, en ese trayecto que no termina nunca. Semejante experiencia sin moverse de casa, o de un balneario o de la celda de uno de esos monasterios, es difícil tenerla. Se tendrán otras, no lo dudo, pero no ésta que yo busco en los viajes en bicicleta. El turno del bienestar, al malestar que se había apoderando de mi ánimo, apareció en forma de una pareja de ciclistas, como no, que estaban dando su paseo mañanero siguiendo el mismo carril bici en el que yo me encontraba. Con ademanes muy amables, fueron ellos los que me condujeron hasta la salida del parque y me indicaron como debía seguir la ruta ciclista que estaba buscando