miércoles, 8 de marzo de 2017

CRÓNICAS DEL RÍO ODER 11

ÍCARO VUELVE A LA TIERRA

Los hijos siempre nos adelantan por alguno de los lados de la dualidad fatalmente estipulada, bien por la izquierda o bien por la derecha, se me ocurre que deberían pensar los ilusionistas del progreso que se acaba, mientras contemplo en la iglesia de San Nicolás de Alkam la exposición sobre Otto Lielenhan, pionero de la aviación que se anticipó al despegue histórico de los hermanos Whrith. Pero la verdad es que los hijos siempre nos empujan, con más celeridad si cabe, hacia nuestro destino final. Nunca nos pueden adelantar pues le llevamos muchos años de ventaja. Pero los años que tenemos por delante serán el último y agónico intento por vencer a la muerte a costa de poder sobrevolar sobre todo lo que se mueva a nuestro alrededor: el cielo, al fin, será nuestro. Desde la foto que presidía la exposición, era lo que parecía decirme este aviador insigne, anterior a que existiesen los aviones elevando como nunca antes nuestras vidas. La creencia en el paraíso no tenía rivales en aquel entonces finisecular. Y fue desde el cielo desde donde, pocos años más tarde, todo el infierno inimaginable se hizo posible, cayendo sin piedad sobre el paraíso imaginado.


La exposición ocupaba el recinto sagrado de la Iglesia. Como si Lielenhan quisiera pedir permiso a quien hasta ese momento dominaba el cielo, como si le costará cortar amarras con su omnipotencia para poder elevarse por sus propios medios. Como si tuviera algún impedimento para romper con la tradición. Visto desde el presente post paraíso, este hábito de irrumpir en los recintos religiosos para exponer momentos culminantes de la laicidad prosaica del progreso, de los cuales la aviación civil es uno de los más destacados, no me parecen tanto actos de transgresión, como pudiera suponérsele a los organizadores de la exposición, sino un acto de reconciliación y de vuelta al origen. Era como reconocer el tenebroso vacío que ha acompañado, al fin y al cabo, a esa fría y objetiva misión de poner a un hombre en los cielos sin la bendición o mediación divina. Y me parece bien que, de vuelta a la tierra, vuelva al lugar sagrado que es la iglesia de San Nicolas, no a pedir perdón, pues esa frialdad celeste que ha descubierto la aviación no desmerece el acierto de su empeño por acercar las vidas de los seres humanos, sino a recuperar el calor del relato original perdido que no es otro que el que le damos los diferentes visitantes que pululan por la nave de San Nicolas. Ciertamente la aviación civil ha hecho desaparecer todas las historias milenarias que poblaban el cielo cuando los seres humanos lo observaban desde la perspectiva asombrosa de tener solo los pies en la tierra. Pero, a cambio de perder las historias del cielo, paradójicamente, por dejar de tener los pies en la tierra, la aviación permitió a nuestros antepasados poder tomar conciencia cercana - como en paralelo lo hizo el otro gran y frío conquistador del cielo, el teléfono - de la existencia de otras historias humanas que sabíamos, con el metro en la mano, que estaban a muchos miles de kilómetros de donde nosotros estábamos. O pensábamos estar. Porque esta es otra de las importantes aportaciones de estos conquistadores fríos del cielo, que han conseguido que durante la mayor parte de nuestra existencia no estemos donde estamos, o dicho de otra manera, que siempre queramos estar en otro sitio del que habitualmente estamos. Y que está sea la razón de tanto desplazamiento, y que al hacerlo hayamos perdido el espíritu primordial y necesario del viaje, convirtiéndonos sin remedio en unos turistas saltimbanquis. No está mal, repito, que el turista vuelva a poner los pies en la tierra, delante de esta exposición sobre este pionero impar de la aviación civil, en el recinto de una iglesia, construida cuando todavía ni el primer avión, ni el primer teléfono, ocuparan la imaginación de sus arquitectos. Al final, Ícaro cayó en combate o en acto de servicio en numerosas ocasiones, y la muerte se deleitó a su vera exhibiendo todas las víctimas que había arrastrado en su delirio de existencial inmortal. Pero esa es la historia del siglo que siguió a ese momento de gloria que representa la exposición de las andanzas de Otto Lielenhan, pionero de la aviación anterior a los hermanos Whrith.


En la ruta propiamente dicha pocas sorpresas, la naturaleza es así. A punto de salir del parque natural que seguía imponiendo sus leyes y su monotonía, me senté a comer una ensalada de pollo con salsa de nueces frente al hermoso castillo de Stolpe. ¿Era el capricho de un millonario actual o el testimonio de un pasado militar? No logré averiguarlo, tampoco le puse demasiado empeño al asunto. Las dos cosas me parecieron posibles y al mismo tiempo y en el mismo sentido. Cuando llegué a Ahlbeck, lo primero que hice fue acercarme a las orillas del mar Báltico. Era mi manera de rendir reconocimiento a lo inconmensurable y a lo inabarcable. Luego busqué cobijo en un apartamento, que hoy era parte de una gran mansión que se construyó a principios del siglo XX, y que salió indemne de los bombarderos aliados de 1945.