STETTIN
No es belleza sino interés, lo que me transmite esta ciudad fronteriza, donde nacieron Alfred Döblin y Franz Hessel, cuyas más reconocidas obras literaria tienen a la capital alemana como principal protagonista. El primero con "Berlin Alexander Platz". El segundo con "Paseos por Berlín". Relatos que invitan a deambular, a perderse por la ciudad real o imaginada, relatos que invitan al lector, en fin, a descubrirla con su mirada e imaginación. Sin embargo, su recuerdo en Stettin es hoy inexistente. Traté de indagar en la oficina de turismo donde se encontraba su casa de nacimiento o algún otro lugar que diera testimonio de su condición de hijos de la ciudad, pero fue en vano. Stettin es una ciudad polaca desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y, supongo, sus autoridades no están interesadas en recordar, ni siquiera a estos personajes ilustres que por su trabajo literario son ciudadanos del mundo, ajenos, por tanto, a los tejemanejes de la política y de la guerra. Todavía Europa supura la pus de su indignidad pasada a través de las fronteras del presente. El que Stettin no sea una ciudad alemana, o que Döblin y Hessel nada más pasaran sus primeros años en la ciudad, o el grado de relación que tuvieron ambos con su ciudad natal (algo que tampoco logré averiguar), no impide a los artífices de su propaganda turística invitar al visitante a conocerla en cada uno de sus rincones, eso sí prescindiendo del magisterio de aquellos dos excelentes guías o anfitriones. No es lo mismo pasear por Stettin de la mano de los panfletos que han editado las autoridades municipales, que hacerlo bajo la cómplice influencia de los paseos de Hessel por Berlin.
El caso fue que el día empezó con lluvia. Lo primero que hice, el tiempo atmosférico adverso vale para el descarte inmediato de opciones ante el imperativo de protegerse, fue visitar la catedral y subir a la torre desde donde se veía la mejor vista panorámica de la ciudad. La mejor vista no es necesariamente la que se hace desde más altura, algo que en las ciudades actuales europeas le suele corresponder a los edificios de las grandes corporaciones financieras. Digo la mejor vista porque sigue siendo la vista en honor a Dios, lo que es sinónimo de orden y estabilidad, mientras que en los otros casos podríamos decir que es la mirada que se ha apropiado el diablo, o al menos de aquellos que, ante la imposibilidad de volver a entrar en el paraíso, decidieron visitar el infierno y quieren dejar muestra de su experiencia a través de estas edificaciones, muchas de las cuales apuntan hacia una errancia vertical ilimitada. En términos cinematográficos sería como comparar el punto de vista de John Ford con cualquiera de estos cineastas del estilo, pongamos, dogma. Lo que quiero decir con esta disgresión es que la experimentación arquitectónica, como la de las partículas elementales en física, me parece que debería estar más regulada o al menos no tan consentida, ni tan subvencionada, teniendo en cuenta la cantidad de millones que cuesta al erario público los devaneos de arquitectos y físicos cuánticos, sin que de ellos el ciudadano que los sufraga salga beneficiado en cuanto a la mejora de su humanidad con respecto a sí mismo y a la que le toca compartir con los otros ciudadanos. La subida a la torre de la catedral de Stettin es angosta y hay que hacer algunos malabarismos para que todos puedan bajar y subir de forma ordenada. No hay ascensor. Semejantes estrecheces invitan a preguntar a los transeúntes el por qué suben a ver la ciudad desde lo alto de la Torre. Son momentos o instantes de cortesía o de benevolencia hacia el que te encuentras en una de las curvas de la escalera, que cada vez es más con forma de caracol con unos escalones donde es difícil poner la planta del pie. No me conformo con que la única motivación sea el reclamo turístico de la entrada de la Iglesia. Aunque tal vez no haya otra que confesar, frente a las miradas panorámicas hay siempre una necesidad de trascendencia que nos posee, y que padecemos de forma para muchos inconfesable, lo que nos impulsa a verla cumplida, o satisfacerla, aunque sea bajo el disfraz del reclamo turístico. La pregunta, por tanto, no cae sobre los que subimos a cualquier precio y bajo el imperativo de los escalones que hagan falta subir, sino sobre los que dicen desde el principio que no quieren subir. En la cola de la taquilla de la entrada de la Torre, suelen producirse este tipo de disquisiciones, o discusiones, familiares o de amigos. Nada delata en ellas motivaciones que tengan ver con el estado de la conciencia de todos o de alguno de ellos. Todos se mantienen bajo el disfraz perfectamente turístico. No ha deleite, no hay ningún entusiasmo delator de algún movimiento interior que domine al de la inercia turística. Solo los que no deciden subir parecen mostrar un desdén, no tanto a la torre como monumento como a su altura. Es como si dijeran: no vale la pena subir ahí arriba, si tenemos aquel edificio civil que ha duplicado en altura a la de esta Torre o este campanario, y además tiene ascensor. Pero no dicen nada, únicamente muestran su falta de interés que si se insiste en averiguar las causas - fue lo que hice con uno de los que me acompañaba - no pasan de ser por motivos confusos de pereza, o del precio que cuesta la subida sin ascensor. Tampoco dicen abiertamente que ellos no suben a una torre religiosa por razones laicas. Llegados hasta aquí, mientras todo ha sucedido en la cola de la taquilla o alrededores, subir o no subir se convierte para ellos en algo intrascendente. Lo que me lleva a pensar, cuando vi que quien me acompañaba se disponía a esperarme sentado en un banco de los alrededores, que cuando suban a una torre de telecomunicaciones o al edificio más alto de la ciudad, no es trascendencia lo que los motiva, sino metros contables y sonantes. En definitiva, poder. Una vez arriba de la Torre de la catedral comprobé que las magnitudes que determinaban la ciudad de Sttetin todavía eran humanas. Es eso lo que me resultó más emotivo e interesante. Y tal vez lo que a mi compañero más lo desmotivó. Muy influenciado por la errancia digital, cuyas dimensiones y puntos de vista son ilimitados, subir a la torre de una catedral fuera para él algo insulso. Y sin embargo, las catedrales fueron el último intento del ser humano de trascender a algo superior a él mismo. Lo que quiero decir, y tal vez sea lo que mi acompañante ya no acepta, es que entonces se reconocía que existía algo más fuerte y superior al ser humano a lo que se pertenece y con lo que se está conectado. Los turistas con los que coincidí en lo alto de la Torre daban constantes muestras de satisfacción ante lo que desde allí divisaban. Hoy es de fácil comprobación debido a la propensión unánime a hacerse las fotos o lo selfies pertinentes. Desde allí la silueta del Río Oder, a través del carril bici que circula a su orilla izquierda y por el que había entrado en la ciudad el día anterior, determina el ordenamiento y evolución de Sttetin a lo largo de su historia. Es una constante que se repite en todas las ciudades que nacen y se desarrollan a la orilla de un gran río. Normalmente la ciudad inicia su relación con el río tratando de protegerse de las embestidas de sus riadas. Es por ello que los vestigios más antiguos, si es que toda iba se conservan, suelen estar localizados en las partes más altas. En este sentido Sttetin no es una excepción. Todo la parte más antigua se organiza alrededor del Palacio de los duques de la Pomerania, que me recuerda al castillo de Praga cerca del río Moldava. Todo lo cual, inevitablemente, allí apoyado en la balaustrada de la Torre catedralicia, hizo que me viniera la evocación de la novela de Franz Kafka, el castillo. Seguí dando la vuelta a la rotonda de la Torre y comprobé que a la orilla derecha del Oder se había desarrollado la parte más moderna o actual de la ciudad. No se distinguían tanto barrios o zonas residenciales, como equipamientos relacionados con las nuevas industrias. Volviendo la mirada sobre la parte antigua de la ciudad distinguí lo que debieron ser las puertas de entrada antiguas, cuando la ciudad estaba amurallada, la puerta de Berlín y la puerta del Rey. A punto de dar la vuelta completa, me volví a fijar en la silueta del castillo o palacio de los duques de Pomerania, y lo relacioné, ahora y sin distracción alguna, con la novela de Kafka a la que añadí al acompañante que no había querido subir a la torre de la Catedral, y que esperaba pacientemente abajo. No me fue difícil desde esa altura todavía humana identificar al agrimensor, el personaje de la novela de Kafka, con mi acompañante, que también, a su manera, viajaba o miraba el mundo con hechuras de agrimensor, lo que le impedía entender todo lo que se libraba o existía fuera de esos estrechos límites. De repente, me pareció que tenían algo en común. El agrimensor de Kafka no consigue entrar en el castillo, al que ha ido a tomar unas medidas por encargo de sus superiores. Mi acompañante no consigue subir a la torre de la catedral de Stettin porque se lo impide sus razonamientos a su entender superiores. El agrimensor no logra que nadie le explique el por qué de la prohibición de entrar en el castillo. Mi acompañante tampoco logró explicarme el por qué de su negativa a subir a la torre de la catedral. En el caso del agrimensor la prohibición parece venir del señor que regenta el castillo, en el caso de mi acompañante la prohibición viene de su interior mismo, aunque yo tengo la sensación que es de la misma naturaleza que la del señor del castillo. Una alojada dentro de los muros del castillo. La otra alojada dentro de los muros de la conciencia de mi acompañante. Castillo y conciencia que, desde lo alto de la Torre de la catedral, parecían mirarse como sospechosos habituales. Celosos guardianes de sus secretos, que a la larga no son nada más, ni albergan otros contenidos, que el cascarón del celo con que los guardan. No son secretos que presupongan un lugar ni un vigilante, ahora ya lo sabemos, como siguen tratando de hacer creer a quienes los escuchan, al menos es lo que le pasa a mi acompañante que no sé si ha leído la novela de Kafka. El agrimensor se quedó a las afueras del castillo esperando a que el señor le abriera sus puertas, mientras trabó amistad con los lugareños y servidores de aquel. Mi acompañante me dijo que daría una vuelta por los alrededores de la catedral, a deleitarse con las mujeres polacas que, según su parecer y gusto, vestían mejor que las mujeres españolas.
Abajo, en uno de los laterales de la catedral, en el lugar que normalmente es ocupado por las capillas en honor de los santos, había una composición que evocaba los campos de concentración, para homenajear a las víctimas del holocausto. Una vez que nos reagrupamos, visitamos el jardín longitudinal Bosnia. Me complació ver a los niños jugando el parque. Supongo que un efecto compensatorio e incondicional de lo que acababa de ver en la catedral