martes, 14 de marzo de 2017

CRÓNICAS DEL RÍO ODER 15

EN LA CATEDRAL DE BERLÍN: LA CÚPULA

Las guías para turistas despistados, o con ganas de que los sorprendan, a veces proporciona experiencias inesperadas. Fue el caso que después de bajar a cripta y de la experiencia de los Refugiados en la catedral de Berlín, subí a la cúpula. Esta forma vertical mediante la que la imaginación del ciclista choca abruptamente con la otra forma horizontal en la que habitualmente pedalea y vive. No es fácil. Como leer, es aceptar que hay que saltar sobre un abismo que media entre dónde está el relato y donde se encuentra el lector. En el caso de la catedral de Berlín, el abismo sería entre lo que cuentan, y se cuentan, su cúpula y su cripta, testigos de una cosmovosión del mundo ya inexistente, y el relato de la vida cotidiana del ciclista.

Como en toda catedral, la cúpula de la de Berlín apunta hacia el cielo, a mayor gloria eterna de Dios, sustentada sobre una cripta donde reposan eternamente los promotores de aquella y los verdaderos delegados de Aquel en la tierra. En este caso, en la cripta se encuentran las tumbas de la mayoría de los miembros de la familia de los Hollenzolen, dinastía dominante en Alemania durante muchos siglos. Los suficientes como para hacerse merecedores de ese lugar único en los fundamentos de la catedral de la capital alemana. Los turistas que acudimos al reclamo de la catedral cumplimos obedientemente los preceptos que el espectáculo nos impone, pero no dejo de preguntarme, ¿somos así de disciplinados con nuestra imaginación mientras hacemos el recorrido de la cripta a la cúpula? ¿O seguimos enrocados y enconados en nuestra manera arbitraria y fragmentada de imaginar, que pretendiendo llegar a todas partes no acaba por llegar a ninguna? ¿Qué pensamos mientras deambulamos entre las tumbas monárquicas e imperiales de la cripta? ¿Sólo son tumbas con sus correspondientes inscripciones? ¿Qué avizoraremos cuando damos vueltas a la cúpula? ¿Solo son edificios que dibujan la línea actual del cielo sobre Berlín? Traté de fijarme en que medida los que me acompañaban en la visita a la cripta captaban lo que no se esperaban. Tarea estéril, pues todo el mundo parecía que no esperaba nada, si tenía en cuenta la urgencia por captar instantáneas con sus cámaras. En esas estaba cuando me llamó la atención un señor de mediana edad al que le faltaba el brazo derecho. Si me trasmitió, digo yo que por causa de su minusvalía, que su mirada se fijaba de manera diferente a de los demás turistas. El hecho de que no pudiera hacer fotos con soltura le permitía, digamos, ir más suelto imaginativamente hablando. Se notaba en los movimientos de la cabeza para enfocar lo que atraía, y, sobre todo, en que para él los detalles lo eran todo. Todavía en la cripta, por ejemplo, después de ver la primera tumba casi todos los visitantes siguieron la flecha indicativa del recorrido echando una mirada sobre las restantes como algo ya visto. El manco, sin embargo, se fijó con atención en la inscripción que proporcionaba los datos biográficos de quién estaba allí enterrado y en la forma que estaba sellada la tapa del sarcófago. Esta última preocupación me pareció la más significativa por la ambigüedad que denotaba. Me dio la impresión de que no le era suficiente con las palabras y números de la inscripción, con su aspecto exterior de mero signo. Quería cerciorarse de que quien se suponía estaba allí dentro, estaba realmente allí dentro. Para lo cual el sellado del sarcófago era una prueba irrefutable. A mi entender determinaba la tensión que existía entre los restos de dentro y los de fuera. El diálogo, para entendernos, entre aquellos muertos y estos vivos. Todo lo cual daba al traste con la intención historicista de los relatores de la cripta, esa que pretendía transformar en reliquia intransitiva, es decir, sin presente alguno, los cuerpos de aquellos monarcas y sus familias. ¿De que le sirve a un republicano actual saber que allí se encuentran los restos más notables de su pasado imperial y monárquico? Pienso que el manco buscaba una respuesta en otra dirección que la meramente estadística. No me estoy refiriendo a alguna extravagancia artística de esas que se han puesto ahora de moda, algo así como hacer de la cripta un lugar para un perfomance relacionada con el espíritu de la película de los muertos vivientes. No. Pienso que su actitud tenía que ver más bien con el padecimiento de la trascendencia que afecta a todo ser humano sensible. Lo deduje no por su conducta misteriosa, sino por contraste con la trasparencia con que mostraban los visitantes la suya que, sin llegar a ser de la fatuidad de los que suelen visitar el museo del Holocausto, al lado de la puerta de Brandeburgo, si adolecía de la curiosidad necesaria que los sacara de su condición de turistas saltimbanquis, cuya percepción de sí mismos se debe asemejar bastante a la de un edificio itinerante pero vacío, ora en la cripta, ora en la cúpula, ora en el museo de Pérgamo, ora en el museo municipal, etc. Respecto a esa trascendencia habitual, el manco había empezado como dios manda, bajando al Hades, que en la catedral de Berlín podía estar representada con acierto en su cripta. Desde que me fijé en su conducta respecto a los sarcófagos de la dinastía imperial alemana, no lo perdí de vista. Cuando decidió abandonar la cripta subió las escaleras y se dirigió a las que llevaban a la cúpula. Seguí sus pasos de cerca sin demasiada precaución por que se diera cuenta de que iba detrás, pues lo veía totalmente absorto en lo suyo. De repente, se cruzó por medio un tumulto inesperado de turistas y fue entonces cuando lo dejé de ver. Cuando me dispuse a subir las escaleras de la cúpula mire hacia los primeros escalones y no detecté el mínimo atisbo de su presencia. Volví al vestíbulo de la catedral a ver si estaba entre los Refugiados. Tampoco. Después de todo, no era descabellado pensar que en su imaginación los Refugiados se hubieran dado cita entre los sarcófagos. Di al manco por perdido y me dispuse a subir a la cúpula. Desde los primeros escalones, en el interior de algunos de los edificios vacíos que subían comenzaron a oírse los gemidos provenientes de alguna de sus articulaciones, como si estuvieran cerrando una puerta a lo lejos. A medida que la escalera se estrechaba y se empinaba, yo diría que a partes iguales, empecé a notar los silbidos que el aire producía al colarse por sus grietas. A esas alturas los edificios vacíos continuaban igual de vacíos, pero habían ensanchado el volumen, hasta el punto de tener dificultades para adaptarse al hueco de la escalera, que se había convertido en la silueta de una concha de caracol. Una vez arriba, cuando llevaba dos vueltas alrededor de la cúpula, me volví a encontrar al manco con una actitud que en nada había cambiado respecto a la de la cripta. Miraba como hipnotizado la línea del cielo berlinés. Con disimulo me puse a su lado para tratar de averiguar cual era el centro o el motivo de su mirada. Lo edificios vacíos daban vueltas alrededor de la cúpula y cuando se cansaban, o ya habían hecho las fotos y selfies pertinentes, iniciaban el descenso. Mientras estuvieron ahí arriba desaparecieron los gemidos de las articulaciones interiores y las corrientes de aire como si dieran golpes a una puerta abierta. Por su parte, el manco se paró en seco y enfocó su mirada hacia la zona del Reichstag, la Torre de la Victoria y el Tiergarten. El día era despejado, lo que permitía distinguir con nitidez el perfil de los primeros y la mancha verde del hermoso parque berlinés. Auspiciado por esa claridad me vinieron a la memoria las palabras que dijo Joseph Roth, a propósito del Reichstag, en un artículo publicado en el Frankfurter Zeitung el 30 de mayo de 1924:

"El parlamentarismo alemán disfruta de una ubicación poética. Solo la Konigsplatz separa al Reichstag de la verde lírica pastoril del Tiergarten. Al hombre apolítico le resulta difícil renunciar al hermoso día de mayo en que el nuevo Parlamento Alemán celebra su primera sesión.

El impresionante edificio cumple treinta años el próximo mes de diciembre. Durante tres décadas ha irritado a la gente con buen gusto e ideas democráticas. En la entrada se halla la dedicatoria: Dem deutschen Volke (Al pueblo alemán). Pero en su cúpula, a setenta y cinco metros de altura sobre el nivel de la calle, se alza, ancha e imponente, la corona de oro, una carga que no guarda proporción alguna con la cúpula y desmiente el lema de la dedicatoria.

Quien no lo sepa creerá que la entrada principal del edificio es la entrada principal. Quien no lo sepa creerá que esa espléndida fachada con las seis columnas corintias de gran tamaño tiene la finalidad de recibir a los representantes del pueblo con cierta pompa, sí, pero no con menos dignidad. Las grandes puertas siempre están cerradas. Solo se abrieron una sola vez en tiempos de la república (cuando el entierro de Rathenau). La ambición de las seis columnas corintias es en vano. La fachada principal es un lujo inútil. La parte anterior del Reichstag da la impresión de ser una vasta mansión cuyos propietarios se han ido de viaje. La juventud alemana juega descalza en la escalera. Un policía uniformado de verde crece como una palmera ornamental: un verde solitario entre la blancura y la aridez de tanta piedra".


El manco siguió con la mirada extasiada unos minutos mas, apoyándose levemente en la balaustrada de la cúpula. Como si no quisiera perder de vista el movimiento de sus señorías entrando y saliendo en la sala de plenos del parlamento, flanqueados por las cuatro estatuas de bronce de otros tantos emperadores alemanes, que intentaban verificar el perfecto estado de revista de los representantes del pueblo para la función que les había sido encomendada. "Una sala de plenos grave, oscura y revestida de una madera marrón, dispone de unas tribunas inhóspitas y estrechas que acogen de mala gana al público y a la prensa y limitan sus movimientos. Hoy, día de la sesión inaugural, están abarrotadas desde las dos de la tarde. Los ujieres aguzan la vista por la solemnidad de la ocasión. Los reporteros encargados de los ecos de sociedad rondan por los pasillos para cubrir la llegada de Ludendorff. No faltan los curiosos interesados en la política y los curiosos interesados en lo vulgar". El manco parecía estar, más que ninguno de los que daban vueltas en lo algo de la cúpula de la catedral, más que yo mismo incluso, al lado de Joseph Roth en el Berlín de los años treinta. No voy a decir resentimiento, pues la edad que aparentaba se lo impedía, pero si una extraña melancolía por aquello que la barbarie se llevó por delante me daba la impresión que lo mantenía en pie atado a su quietud momentánea. Y es que la línea del cielo que se dibuja desde la cúpula de la catedral de Berlín no ha variado sustancialmente desde entonces. Ni las aportaciones de Norman Foster a la cúpula del Reischtag sustituyendo a la corona de oro, ni la esplendorosa estación central de tren, ni las otras edificaciones surgidas desde 1945, impiden ver la montaña de escombros, hoy convertida en un hermoso parque municipal, donde descansa el Berlín que describió Roth y con el que tal vez sueña la mirada embelesada del manco