miércoles, 22 de marzo de 2017

COMUNICACIÓN ENTRE ALMAS

Desde el Paleolítico, por poner una fecha reciente, las voces de alerta sobre lo que somos han corrido en paralelo a las voces de seguridad que nos acunan en lo que queremos ser. Lo que ha ocurrido, también desde el Paleolitico, es que nosotros siempre nos interesa más poner el oído a las segundas y hacer como que las segundas ni siquiera han sido pronunciadas, es decir, llegamos a creer que no han existido nunca. El diablo se hace fuerte en estos huecos que dejan esas advertencias a fuerza de no hacerles caso, y desde ahí dispara sus dardos envenenados. No tiene manías. Y lo mismo apunta a lo pequeño que a lo grande, a lo trivial que a lo fundamental, apunta a todo. Apunta a la familia convirtiéndola así en el primer y más sutil campo de concentración creado por la imaginación humana, lo cual tiene que ver con esa falta de conversación que siempre ha habido entre padres e hijos. Ayer por la imposición de los primeros, hoy por la de los segundos. El caso es que nunca fuimos capaces de encontrar un tiempo sincrónico dónde poder dialogar, al margen del tiempo diacrónico y de garantizada incomprensión que nos impone la determinación histórica de nuestras respectivas edades. Para entendernos, un tiempo donde unos no sean los padres y los otros no sean los hijos. Colín Smith es lo que pide, a mi entender - casi en forma de súplica, a punto de entrar en la mayoría de edad - en sus últimas palabras de "La soledad del corredor de fondo". Unos seres de razón y de palabra, como somos los humanos, se supone que venimos al mundo para esto. ¿A qué otra cosa, sino?

Para que el diablo de los hijos se haya colado en el mundo de los padres, han tenido estos que abrirle la puerta antes con su desidia y su falta de atención. Cierto que desde que nacieron nunca les ha faltado de nada, podemos objetar, aunque tampoco les ha faltado, no lo olvidemos, los remordimientos y la culpa con que sutilmente, en las familias modernas y tolerantes todo se hace sutilmente, se han rebozado los unos con los otros. Ayer la máxima intolerancia, hoy la extrema permisividad. En estas estamos. Tal vez convenga que empecemos a pensar, contra todo lo que creíamos hasta ahora, que no se trata ni de la una, ni de la otra. Que no es en el campo moral normativo, o de los manoseados valores, dónde se debe dilucidar la comunicación entre padres e hijos y entre los seres humanos en general. Que padres e hijos son dos categorías necesarias para la perpetuación y mantenimiento de la especie, pero incompetentes para hacer posible la comunicación inaplazable - valga la nueva paradoja a la que nos debemos enfrentar - entre ellos. Una comunicación que solo se da entre almas, o entre conciencias, o llámenlo como quieran, pero nunca entre categorías que remiren, sin remedio, a un orden, una jerarquía. En fin, al poder. Pues no debemos olvidar que la comunicación no es un instrumento, como lo puede ser un martillo o un ordenador o una red social, es, sobre todo, un acto de creación. O lo que es lo mismo, un acto genuinamente humano. Ver en el otro.