lunes, 20 de marzo de 2017

LLAMADA

Días más tarde de la presentación del libro me llamó por teléfono. No sé dónde lo logró, pero tampoco quise hacer de mi derecho a la privacidad un casus belli. Me interesaba más oír, al fin, la voz de aquel individuo que, en la concentración me había perdonado la vida con su mirada y en la presentación de mi libro lo había comprado sin abrir la  boca en el turno de presuntas. Sentía curiosidad por oír su voz para comprobar si con ella rubricaba lo que me hicieron sentir aquella mirada furibunda en medio de la calle y su silencio posterior en la librería. Que no había ido a la concentración ni a la librería por iniciativa propia. Que al ir a la una y la otra no había tenido intenciones ni buenas ni malas. Que lo había hecho cumpliendo algún tipo de consigna, tácita o explícita, de su entorno de iguales. Tengo para mí que desde que Hannah Arendt diagnosticó la banalidad del mal más grande conocido del mundo, abrió la puerta para reflexionar y hacer visible su alcance sobre los males llamados pequeños, que son los que dan cobertura al enorme sufrimiento que también forma parte de nuestras apacibles vidas diarias dentro del publicitado bienestar. Y que para infringirlo a los demás no hace falta tener ningún motivo, ni tener fuertes convicciones, ni corazones fríos y crueles, ni intenciones malévolas. Basta simplemente con negarse a ser persona, es decir, querer ser únicamente un don nadie o uno del montón. Negarse a reconciliar la increíble mediocridad y miserabilidad del ser humano, hechas de resentimiento y melancolía, con sus consecuencias. Tal vez exista algo que se encuentre, y sea ahí donde hay que buscar, entre el sentido de la culpa por nuestros actos, del que nos hemos desprendido por sus efectos paralizantes, y la falta absoluta de discernimiento sobre nuestros actos que hemos consentido que ocupe su lugar. 

Intentar comprender no significa estar contra un lado u otro de la trinchera, respondí a las palabras acusatorias de quien me llamó por teléfono, al poco de ponerme al habla con él. Ahora me perdonaba vida porque, según su opinión, en mi libro maltrataba al pueblo judío al intentar comprender los argumentos de Spinoza. Le dije también, que desde Sócrates y Platón entendemos que el pensamiento es el diálogo silencioso que el alma tiene consigo misma. Al renunciar a ser una persona, o querer ser únicamente un don nadie o uno del montón, lo propio de nuestra sociedad de masas - le puntualicé, tratando de traer la conversación al tiempo presente - el sujeto en cuestión renuncia a una de sus capacidades más valiosas y definitorias: la capacidad de pensar por sí mismo. Y como consecuencia de dejar de pensar por sí mismo deja de discernir, también por si mismo, lo que está bien de lo que está mal, lo que es bello de lo que es feo, lo que se ha de decir de lo que se ha de callar, todo lo cual lo coloca potencialmente ante la posibilidad de cometer cualquier atropello y barbaridad. Cualquier hombre y mujer, digamos, normal y corriente, son capaces, en la sociedad de masas y de las nuevas tecnologías de hoy, de hacer del mal y del bien, de lo bello y de lo feo, de lo que tiene que decir y de lo que ha de callar, algo banal e indistinto y, por tanto, perfectamente intercambiable. No está muy alejado - insistí - de la forma del comportamiento individual y social que tuvieron nuestros antepasados europeos ante los acontecimientos de los años treinta, de lo que no nos exime que las condiciones sociales y políticas sean hoy, afortunadamente, muy otras. Arendt nos advirtió que el mal no puede ser banal y radical al mismo tiempo. El mal es una realidad extrema, pero nunca radical. Puede ser, es de hecho, algo perfectamente normal y normalizado en la vida cotidiana que llevamos.