jueves, 2 de marzo de 2017

CRÓNICAS DEL RÍO ODER 7

MECHERIN - STETTIN

Entrar en bicicleta en una ciudad mediana o grande es uno de los acontecimientos más convulsos y, por tanto, más bellos de la experiencia cicloturista. Las dos entradas que recuerdo con más satisfacción son la de Budapest y la de Berlín. Más alejada en el tiempo también recuerdo la experiencia horrible que supuso la entrada en la ciudad de Huelva. Frente a la monotonía de la sucesión de kilómetros sin otra cadencia o pauta que los números que aparecen en los letreros del carril bici, en los que se contabiliza puntuando hectómetro a hectómetro, el paso sucesivo de cada kilómetro - es una experiencia, digamos, extensiva y acumulativa - la entrada en una ciudad mediana o grande en una experiencia, sobre todo, intensiva. Los carteles kilométricos cambian, pero también son muchos más los que compiten, saliendo al paso del ciclista, con su escueta información algorítmica. Son la avanzadilla de las diferentes sociedades que nos vamos a encontrar cuando lleguemos a La Oficina de turismo en El Centro de la ciudad, objetivo prioritario de toda entrada en bicicleta en una urbe mediana o grande. Estos carteles funcionan también como cartas de presentación o de narración de cómo la ciudad quiere presentarse ante el visitante. Lo habitual, por no decir siempre, esta información se encuentra situada al borde de las vías de acceso con automóvil, lo que, teniendo en cuenta a la velocidad con que se circula por estos carriles, parece un contrasentido, una manera estéril de informar de algo a alguien que no necesita ni demanda esa información. El que entra en coche en una mediana o gran ciudad propiamente no viaja, sino que está inmerso en un desplazamiento. Sin embargo, la entrada sobre una bicicleta en una ciudad mediana o grande sigue conservando, a mi entender, el ritmo y el aura de los ritmos propios de los viajes antiguos, pongamos, los viajes que se hicieron antes de que se implantara el ferrocarril. A sabiendas de que los carteles no están pensados para que los lea el ciclista, agradezco su lectura porque están escritos como si fueran la introducción o el proemio de lo que los narradores de la ciudad quieren que conozcamos y, según que carteles, cómo y para que quieren que la conozcamos así. 

La línea del cielo de Stettin la empecé a distinguir cuando faltaban diez o quince kilómetros para llegar al centro. Este es un momento importante para mí como cicloturista. También lo es como viajero en coche o en tren, incluso, aunque ya mucho más abstracto, lo es como viajero en avión. Por este orden, todo muere y todo está vivo o la tierra desaparecerá algún día y amanece que no es poco, tienen significaciones diferentes. Es por ello que prefiero no entrar en disquisiciones o debates que enfrenten con voluntad excluyente el viajar de una manera mejor que la otra. Sería lo mismo que ponerse a discutir que una vida es mejor que la otra, o que la forma de viajar y de vivir ahora son mejores que las de nuestros antepasados. Y creo que es innecesario y estéril entrar a discutir sobre ello, porque lo que acontece en ese momento en que aparece ante mi, montado sobre mi bicicleta, la línea del cielo de la ciudad a la que me dirijo es una extraña combinación del alma del viajero antiguo, que me lo da la cadencia del pedaleo, y la impaciencia del ciudadano moderno que no dejo de ser porque opte por está forma de viaje. En el caso de Stettin fue todavía más acentuada, si cabe, esa coexistencia no contradictoria, pues llevaba bastantes días dando pedales por el parque natural, cuyo trazado discurre a ambas orillas del curso del río Oder, sin tener contacto alguno con ciudades medianas o grandes, únicamente pequeñas poblaciones adheridas al parque como parte de su ámbito protegido. Luego la línea del cielo de Stettin significó la visión de nuevo de la polis, desde el lugar donde la polis ha decidido no entrar. Tanto es así que el carril bici estaba bastante deteriorado, lo que hizo muy dificultoso el pedaleo de una forma armónica o continuada. Las autoridades polacas no cuidan con tanto esmero como las alemanas este tipo de vías ciclistas, lo que supone para quien da pedales un proceso de adaptación a un medio más hostil. El recorrido hasta llegar al centro de la ciudad fue, desde la aparición de la línea del cielo, mayormente entre huertos urbanos, más alguna que otra subida y bajada de esas que se llaman en al argot ciclista, "rompepiernas". Lo traté de hacer sin descansar, que es, a mi modo de entender, la mejor manera de pedalear por este tipo de ortografías. Al final, ya muy cerca de la entrada oficial de la ciudad, lo cual se nota por la mayor densidad de circulación de vehículos a motor y de los carteles anunciadores de todo lo que le espera al viajero si se decide a entrar, busqué un lugar en la orilla del Oder, hermoso en su cauce final a punto ya de desembocar en la bahía de la Pomerania, para reponer fuerzas con lo que había comprado a primera hora de la mañana en un supermercado a la salida de Mecherin