El tiempo atmosférico recuperó la estabilidad propia del verano. Volvió a salir el sol, las nubes desaparecieron y el parque por donde transcurre la ruta ciclista del Oder adquirió de nuevo su aire resplandeciente, que me animó a dar pedales de esa forma que lo hacen los ciclistas profesionales para llegar el primero a la meta. Reconozco que en estas excursiones fluviales tengo momentos competitivos como estos, en los que me gusta tratar de compenetrarme con la bici, y competir contra mi propia sombra. De sentirla debajo de mi como un apéndice mecánico, que me permite ampliar durante unos minutos mis limitadas capacidades físicas. Lo que me gusta comprobar es los beneficios de la concentración, que como en cualquier actividad humana es la que consigue definir con determinación la flecha que señala un posible sentido hacia dónde ir. Siempre me ha complacido ver la concentración de los ciclistas profesionales en las etapas contra el reloj. El cuerpo y la bici parecen una misma pieza, una especie de robocop sobre dos ruedas. Las piernas son como las bielas del androide perfectamente sincronizadas con la cabina de control central, la cabeza del ciclista. Mientras dura la etapa se produce, a mi entender mejor que con otros artefactos mecánicos o electrónicos, la simbiosis entre la anatomía del hombre y la tecnología de la bici. También concurre en esta experiencia una función práctica, que se corresponde con la necesidad de acabar cuanto antes la etapa. Es una necesidad que surge de una cierta monotonía que aparece cuando pedaleo más despacio, cuando, para entendernos, "flaneo" encima de la bici. Este flanear es de inspiración y matriz urbana, y sí me gusta hacerlo cuando llego a las ciudades medias o grandes. Dejarme llevar sobre la bici, que muevo con esporádicos pedaleos únicamente para mantener el equilibrio evitando poner el pie a tierra. Pero mantener ese ritmo de pedaleo, digamos, en plena naturaleza, consigue llegar a aburrirme, o a incomodarme sobre el sillín. Ese es el momento en que encojo los hombros y me acoplo al cuadro de la bicicleta, comenzando a dar pedales contra el reloj, consiguiendo ese beneficio conjunto, y al unísono, de sentirme mejor sobre la bici porque voy a llegar antes al destino que había previsto.
Como puede comprobar, la vida de un cicloturista no es tan idílica como la presentan para ilustrar sus anuncios los vendedores de salud y sostenibilidad, o las agencias de viajes que organizan viajes de este tipo. Las únicas distracciones, digamos, no naturales que el ciclista encuentra en estas etapas de naturaleza, valga la redundancia de nombrarlas así para diferenciarlas de las que son más urbanas, es el mobiliario del parque natural en cuestión. Me refiero a los paneles informativos, en los que de forma cuidada y didáctica se explica al lector el origen y la clasificación de las diferentes especies animales y vegetales que hay en el parque. Y a los bancos y papeleras, que suelen estar junto a estos paneles explicativos, creando el conjunto una zona de descanso, y una estampa para que los profesionales de la publican la utilicen en beneficio del producto que anuncian. La imagen de ciclistas descansando al lado de un río sigue siendo un reclamo publicitario insustituible. La eterna juventud y la felicidad que la acompaña están ahí sin lugar a dudas. Este día, para no hacerles un desprecio, nos juntamos a hacer el aperitivo con un grupo de ciclistas que nos encontramos en ruta. Antes de eso visitamos la ciudad tabaquera de Sweth. Las antiguas ciudades tabaqueras dejan en herencia a los que vienen después un patrimonio de edificios, estatuas y otros tipos de objetos que hablan bien a las claras de la prosperidad que, como el ferrocarril, trajo en su momento la industria del tabaco. Una prosperidad económica que las nuevas autoridades municipales quieren reciclar en empuje y prosperidad cultural. Y es que las nuevas autoridades municipales son de lo que no hay cuando manejan el dinero público. En el caso de Sweth los edificios tabaqueros los han readaptando para conciertos de música clásica y exposiciones temporales. Al final del paseo por el recorrido tabaquero apareció de manera breve y suave la lluvia, antes de que el día acabase siendo del todo soleado.
En la zona de descanso el grupo de ciclistas esperaban, según me dijeron, al guía de la excursión. Esperaban a la manera de unos clientes de agencia personalizada. Ellos se toman el viaje de esta manera. Lo único que quieren es que los guíen de una ciudad a otra. Oficialmente, dijeron, viajan como amigos, pero en la práctica se convierte en unos tipos que hubieran contratado una agencia de viajes cicloturista, cuyo monitor o monitores estuviera siempre pendiente de ellos. Como amigos no se cómo serán, pensé por mi cuenta mientras escuchaba la conversación que mantenían a mi lado, pero cómo clientes me daba la impresión de que eran insustituibles. Ella era una mujer muy poco hábil con el manejo de la bicicleta, por lo que todo el día está pensando en que se acabe la etapa. Tenia miedo a estampanarse contra todo lo que se encontraba en su camino. A pesar de toda su torpeza ciclista era bastante llevadera, le oí decir a uno de los que la acompañaba. Siempre le gustaba presentarse, cuando no está enzarzada dando pedales, o intentando no caerse o tambalearse al primer conato de perder el equilibrio, con ademán de asombro constante, le oí decir al guía que se unió a la conversación. Yo pensé que, dada su edad, eso le viene del miedo que la embarga. En este sentido si creo que el miedo y el asombro mantienen una alianza que está por encima de las apariencias en que simple se atrincheran las creencias y sus decepciones. Lo que quiero decir es que, sin desvelar su estafa, si consiguen quitarle protagonismo. Al menos eso es lo que, a mi entender, era lo que le ocurría a esa clienta y amiga. Lo cual supuse era de agradecer para quien hacía de guía. Aunque vaya usted a saber.